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Series TV: Juego de Tronos, un sombrío mito fundacional

Juego de Tronos es una teleserie épica y coral. Es un mito fundacional de nuestra oscura posmodernidad. Es un cruce entre Pulp Fiction y El Señor de los Anillos. Una caterva de supuestos reyes que pugnan por conseguir el Trono de hierro y que se abren paso desde sus respectivas tierras para cernirse sobre el usurpador y entrar victoriosos en Desembarco del Rey, la ciudad-eje sobre la que pivotan las tramas que se multiplican, sobre todo entrada la segunda temporada.

Viendo esta teleserie nos adentramos en un mundo antiguo, de geografía variable que oscila entre el prado británico, los áridos desiertos y las montañas nevadas. Es un espacio dilatado, amplio, de apariencia medieval, meridianamente estamental, con su capital, bañada por el mar y el fasto, la lujuria, la asesina intriga palaciega, reinas infieles dispuestas a todo por el trono de su hijo fruto de la endogamia, enanos heráldicos y procaces, consejeros proxenetas, eunucos maquiavélicos, maestros en venenos y drogas, más el cotidiano puterío, con su condimento constante de barbarie, pagano, politeísta, con dioses antiguos y nuevos por doquier, con sus esclavos, entre continuas conquistas, pillajes y violaciones, con su más allá del mar, donde los escenarios se transforman en los de Las mil y una noches, con su más allá del Muro, que contiene la irrupción de lo incivilizado, gélido, ártico, inhumano, guardado por la juramentada y célibe Guardia de la Noche, que vigila y patrulla ese inhóspito afuera, ese norte liminar e indomeñable, donde suceden cosas inexplicables y habitan los temibles salvajes, quizás los únicos verdaderamente libres, y los caminantes blancos…

Con Juego de Tronos se vuelve a un tiempo mítico en que la magia existía, en que se fabricaban cantidades industriales de fuego Valirio artesanalmente, en que los dragones se habían extinguido pero su especie palpitaba todavía en algunos huevos a la espera de ser incubados por su madre, en que la violencia no era nada sutil y se ejercía sin mesura como un férreo manto que cayese ineludiblemente sobre todos y cada uno de los días, en que los interdictos y tabúes de la civilización en ciernes todavía no habían sido interiorizados ni por la plebe ni por algunos aristócratas, que dejaban llevar por la dionisíaca hibris y practicaban el incesto con desmesura, un mundo en que era posible encontrarse a un muerto viviente en mitad de la nieve, multitud de cabezas clavadas en picas con inexpresiva mirada, batallas bañadas por una mugre hecha de barro, sangre y redaños, de miembros amputados por adorables damas que se ponen a ejercer de enfermeras y a jugar a los médicos, etc.

La que vendrá será la tercera temporada. El éxito de las dos anteriores ha sido incontestable. Y los libros en los que está basada la saga son (o serán) siete. Es, por tanto, una serie de largo recorrido y que sigue creciendo hacia su cénit y amplitud narrativas, un producto de entretenimiento que te coge y no te suelta desde ese realismo sucio, tan propio de la estética posmoderna, donde lo humano se hace carne hasta el frecuente tráfico de los cuerpos desnudos y la usual decapitación o la más detallada y naturalista sección corporal. Es una serie barroca, sincrética, que incluye distintos géneros en uno: terror, epopeya, drama, intriga, super-producción, cine de época, soap-opera, apocalipsis, tragedia, leyenda, gore, todo mezclado en una marmita televisiva que echa humo constantemente, como el bullir de las audiencias.

Todo se confabula, así, para seguir viendo esta teleserie, en que desde los actores hasta los decorados, pasando por el guión, rayan la perfección. Pero viéndola no encontraremos héroes, ejemplos, verdaderos caballeros o damas, veremos sólo al hombre caído que lucha sin ayuda de los dioses, irónica y torpemente, por conseguir su destino. Y aunque, una y otra vez, los personajes son incapaces de cumplir tal cometido, los espectadores (adultos siempre, por favor), inexplicablemente, esperan. 

Jorge Martínez Lucena

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