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Series TV – True Blood: Dionisos o el dios que viene

True Blood es una serie que ya va a por su sexta temporada. Otro producto dirigido mayormente a un público adolescente o con rémoras adolescéntricas, que busca sumergirse en una marisma onírica, donde poder liberarse de los constreñimientos y límites impuestos por la realidad, las instituciones, las relaciones y los modos de ser de las cosas y de las personas tal y como se nos aparecen. Quizás tiene razón Freud y es por eso que no hay ni una sola figura paterna en toda la teleserie. Lo máximo que aparece es un padre que maltrata a su mujer y a su hijo obligándoles a convertirse en perros de pelea para ganar dinero y gastárselo en melopeas.

Para el que todavía no conozca de qué va este nuevo ejemplo de vampiros humanizados y enamoradizos, diremos que el título de la teleserie es debido a la sangre sintética que se ha inventado en Japón como refresco para estas criaturas antaño malvadas y condenadas al ostracismo del criminal. Este posmoderno brebaje, con ciertas resonancias al cocktail de fármacos que parece controlar la infección por VIH, es el que les ha permitido salir del ataúd, para hacer vida pública e intentar integrarse en la sociedad, pese a estar ya muertos. Se supone que ahora ya no son una amenaza para los hombres. Por eso se empiezan a formar parejas mixtas de jovenzuelos cargados de hormonas, relaciones más bien líquidas, poco estables, que protagonizan pasiones de alto y ostensible voltaje sexual, así como de poco espesor existencial.

También aparece el componente político, aunque reducido a intrigas, a lo íntimo, a la ingle. De fondo, las estrategias y los tácticas político-mediáticas de la todopoderosa  liga global de vampiros, que pretende la aceptación de los no-muertos como iguales en la sociedad. Pero, en primer plano, nos aparece la evidencia de que los vampiros no son ciudadanos ejemplares. Son seres sanguíneos y sanguinarios, entregados a constantes maniobras maquiavélicas para imponer su voluntad y su oscuro deseo de sangre humana. Lo ilustran las constantes luchas intestinas entre los diferentes reyes y sheriffs vampíricos, que gobiernan con mano de hierro nada democrática los escenarios nocturnos del sur de Estados Unidos, supersticioso, paleto y venéreo.

Así, la teleserie es, por un lado, sexo a raudales entre personajes guapos, musculosos, jóvenes y de todas las tendencias y usos sexuales, consumidores de sangre de vampiro, que es una droga a caballo entre la cocaína y la viagra, mientras que, por el otro, es la lucha por la supervivencia del más fuerte en la trastienda noctámbula, en el extremadamente naif pueblo de Bon Temps.

Dicho todo esto, quiero subrayar uno de los elementos que me parecen más reseñables de esta exitosa teleserie: la cantidad de personajes mitológicos que pueblan ese ficticio sur de los Estados Unidos, atestado de brumas religiosas y de caimanes. A través de las temporadas vemos cómo se van sucediendo vampiros, ménades, cambiantes, hombres-pantera, hombres lobo, hadas, brujos, médiums, etc. En la tónica de Embrujadas (1998-2006), Buffy, Cazavampiros (1997-2003), su spin-off  Angel (1999-2004) o la aún viva Sobrenatural (2005-), True Blood (2008-) se va convirtiendo, poco a poco, en un amplio catálogo de criaturas míticas.

La razón de tan curiosa deriva podría tener algo que ver con los orígenes de la serialidad en nuestra cultura occidental. Si echamos la vista atrás, la Teogonía de Hesíodo nos cuenta el origen del rebosante y pluriforme panteón griego. Nos cuenta las metamorfosis de Zeus y sus arteras estrategias copulativas y reproductivas.

Pero quizás habría también que hacer la arqueología en un pasado más reciente, el del pop, para entender esa debilidad nuestra por la plasticidad humana que muestran los personajes de True Blood. Propongo recordar el vídeo-clip de “Black or White”, la canción de Michael Jackson en la que se suceden los escenarios culturales y los infinitos rostros en un acelerado carrusel que en algún momento nos impresionó. La canción repite frases del tipo “no es problema si eres blanco o negro”, constituyéndose no sólo en un canto a la igualdad, sino también al movimiento, a la plasticidad de lo humano y su continua metamorfosis, asociada a la libertad y a la celebración rockera y al bailoteo del difunto Michael Jackson, que curiosamente se pasó la vida intentando reconstruirse facialmente.

Quizás, y sólo quizás, la mentalidad adolescente que demanda productos como True Blood percibe como una especie de alivio psíquico esa inmersión en el cambio de identidad, de género, de sexualidad, de conciencia, de relaciones, que facilita la identificación con personajes como los de esta teleserie. Si esto fuese así, Michael Jackson, sería también un pionero cultural en este sentido: sería el epígono de la ideología de género y  uno de los profetas del que en la teleserie es considerado el Dios que viene, o sea el que los romanos llamaban Baco, y los griegos Dionisos.

Jorge Martínez Lucena

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