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Entrevista a Pedro Gutiérrez Recacha: La educación católica de muchos directores “configuró su visión del mundo” en el Hollywood dorado

Enrique Chuvieco, entrevista a Pedro Gutiérrez, autor de “Hathaway,  Hitchcock, Stroheim”.

El concepto de aventura de Hathaway, el de suspense de Hitchcock y el admonitorio de Stroheim configura a estos tres maestros del celuloide como clásicos, según el filósofo, psicólogo y escritor cinematográfico, que ha dejado plasmado en su segunda obra de la Editorial Encuentro. Con el titular de estos tres realizadores y el subtítulo de “Directores católicos en el Hollywood clásico”, Gutiérrez Recacha califica de “tópico el ‘happy end’”,  sostenido por muchos, de las películas de aquella época y basta observar lo contrario en Casablanca o en Centauros del desierto. Lo que sí existe es un “sacrificio que aparece valorado y justificado”.

En su libro hace una distinción entre cine confesional y cine de planteamientos católicos, ¿a qué se refiere exactamente?

Efectivamente, no se trata de películas confesionalmente católicas, porque, por ejemplo, en el caso de Hitchcock no podemos encontrarlas, pero sí que hay una serie de directores de la época dorada de Hollywood que se educaron en el catolicismo -como el mismo Hitch- que, posteriormente, configuró en mayor o menor grado su visión del mundo. Esa educación les proporcionó una sensibilidad especial para -en determinados momentos- enfocar algunos aspectos religiosos de una determinada manera en algunas de sus películas que, posiblemente, no hubieran sido tal si no hubieran dispuesto de esa educación católica.

¿Qué atributos observa en los tres directores escogidos que los hacen clásicos?

De Hathaway, valoro, como en ningún otro, el concepto de aventura. En sus películas, vemos acción, espacialidad (los grandes horizontes en el “western” y los lugares exóticos de la India) y un sentido del desafío. Ese sentido del paisaje, no sólo como elemento decorativo sino desafiante que se implica también en la aventura, ha sido muy propio de él y que pocos directores han conseguido, salvo John Ford con “Monument Valley”. De hecho, Hathaway rueda la primera película en color en grandes extensiones; por otro lado, y unido a esto, adquiere un tono documental en su cine negro, llevándose las cámaras a la calle. Es el caso de Yo creo en ti.

Por su parte, Hitchcock desarrolla el concepto de suspense de manera única, porque sabe jugar con el espectador sin mostrar totalmente. El no desvelar del todo, el no apabullar al espectador, es más sutil y, por tanto, más clásico, porque deja espacio para que el público vaya asimilando. Todo lo contrario de lo que pasa en el cine actual, que bombardea con imágenes y acción de todo tipo, que te impide asimilar pacientemente lo que estás viendo. Lo cuenta el propio Hitchcock en la entrevista que le hace Truffaut para diferenciar la sorpresa del suspense: dos personajes toman un café y debajo de la mesa tienen una bomba. Una solución es que explote rápidamente, y otra, es rodarla donde aparezca un personaje que ha dejado secretamente un maletín debajo de la mesa antes de que llegaran los otros. En el primer caso, es una sorpresa, que violenta al espectador y dura instantes; y, en el segundo, es suspense, pues la tensión dura varios minutos sin intimidar.

-Pero ¿no es únicamente un recurso para captar la atención de los que están delante de la pantalla?

El suspense, así, participa del clasicismo en el sentido de que no muestra todo en un momento dado, en consecuencia, es más sutil; y, por otro lado, implica también que el director te da una información que solo da a los espectadores, como en la escena en la que Hitchcock, en Inocencia y Juventud, deja a los protagonistas en un “travelling” increíble y se va con la cámara para mostrarte al batería de una orquesta con un tic en el ojo, y te acuerdas que era el mismo del asesino que estaban buscando; o te eleva la cámara al techo de la habitación cuando Norman Bates entra a ver a su madre en Psicosis.

En cuanto a Stroheim, es todo lo contrario que Hitch, pues muestra todo lo que se podía descubrirse en aquellos tiempos. Hay planos detalles que llaman la atención por su crueldad o escabrosidad, pero, a su vez, no excede de determinados límites. En su época, sus películas fueron consideradas muy provocativas y, en muchos casos, tuvieron problemas con la censura, y no solo la general, sino con la de su propia productora. Era un hiperrealista, incluso, hay escenas que nos impactan actualmente (pienso en el plano del pie de la organillera cuando se lo pisa el feriante); o en Avaricia, en la que ves todas las bajezas humanas. No obstante, en sus filmes aprecias un aspecto moral, admonitorio, con el que parece decirte que si vas por ese camino pierdes la humanidad y acabarás muy mal; los héroes de Stroheim no triunfan, pero hay una certeza absoluta de que el villano fracasa siempre.

Por otro lado, nos podemos hacer solo una idea aproximada de las pretensiones de Stroheim, porque sus películas fueron muy mutiladas. Es verdad que ha habido reconstrucciones de sus obras a partir de fotos que se hicieron, pero hay mucho material que permanecerá siempre fuera de nuestro alcance.

-¿Puede citar películas o directores que le hayan llamado últimamente la atención por ese carácter perenne?

En películas, The artist es un filme optimista y recupera el cine mudo. En cuanto a directores, podemos ver el elemento perenne en George Clooney y Clint Eastwood. Gran Torino puede considerarse una película clásica en muchos aspectos (aparte de en los formales), como es en su planteamiento y su final, con el sacrificio del protagonista, que no es en vano y que da sentido a toda la narración. La trasmisión de valores es fundamental en el cine clásico, que luego se fue diluyendo, pero que sigue existiendo en el cine como fuente de relatos garantes de sentido, aparte del propio significado estético en la forma de narrar (planos extendidos, con poca importancia en el montaje, porque se confía más en la puesta en escena…).

Al hablar de clasicismo, cito en el libro al profesor Jesús González Requena, aludiendo al cine como una narración donde se maximiza el sentido. Hay un tópico habitual que dice que en el cine clásico siempre hay un final feliz, el famoso “happy end”, pero esto es un tópico, porque si pasamos revista a grandes películas como Casablanca, vemos que su final no es el más feliz; en Centauros del desierto, tampoco, y así podríamos citar bastantes más. Lo que sí tenemos habitualmente son finales que proporcionan sentido a la narración, aunque el protagonista muera al final, pero lo hará por algo o por alguien: su mujer, su familia, su patria, sus compañeros del regimiento… Ese sacrificio aparece valorado y justificado. En el fondo, nos trasmite que la vida tiene un significado que, posteriormente, se desdibuja en el cine de finales de los sesenta y durante los setenta.

-A su juicio, ¿por qué sucede esto?

Se dieron muchos fenómenos culturales que se venían larvando y que ya conocemos, como el Mayo del 68, entre otros. Este ambiente cultural provocó que la sociedad occidental fuera más laxa y buscará más el entretenimiento hedonista –el cine como espectáculo-, que demandó por parte de los estudios nuevos argumentos que ofrecer al público.

En algunas ocasiones, directores que son agnósticos o ateos muestran una honestidad y sensibilidad para el hecho religioso -como Xavier Beauvois en De dioses y hombres que falta en algunos realizadores cristianos.

Efectivamente, ocurre en algunos casos y ayuda a ver las cosas con cierta perspectiva, porque es posible que un tipo de catolicismo tienda a comparar y a situar estos hechos en un determinado esquema –como caso de martirio- más general, mientras que, desde fuera, alguien queda impactado por el hecho concreto y por las personas que han vivido en esa dramática tesitura. Para abordar con hondura una película religiosa, no se necesita tener fe, basta una sensibilidad y honestidad humanas. Es el caso de Dreyer y Ordet, que es una de las cimas del cine religioso, y, por lo que sabemos, no era un hombre que tuviera fe, incluso llegó a plantearse filmar la vida de Cristo. Lo que cuenta, por tanto, es el planteamiento sin perjuicios con el que se acerque cada uno y valore la sensibilidad de lo humano que hay en el hecho religioso. De hecho, desde que el hombre es hombre ha estado abierto a la trascendencia.

-Entonces –y de esto no estamos exentos nadie- ¿nuestra ignominia se da cuando convertimos la relación con Dios en ideología?

Es claro que las ideologías ofrecen una visión simplificada de la realidad -es un esquema, un estereotipo- e intentas colar con calzador la realidad por ese esquema. La vida es una cuestión bastante amplia y es muy difícil acomodarla a unas coordenadas determinadas, porque siempre se escabulle por todos los lados. La ideología pretende explicar el mundo, pero lo que hace es reducirlo de forma que sea manejable y para que sea una herramienta de poder para manipular y dominar a otros.

 

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