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Miel

Caratula de "Miel" (2013) - Pantalla 90

Crítica:

Público recomendado: Adultos

Tras escribir y dirigir el corto “Armandino e il Madre”, la actriz napolitana Valeria Golino debuta como directora y guionista de largometrajes con esta incómoda pero interesante película, Mención Especial del Jurado Ecuménico en el Festival de Cannes 2013, y nominada en los Premios del Cine Europeo 2013 al Descubrimiento Europeo del Año-Premio FIPRESCI. En ella adapta —con Francesca Marciano y Valia Santella— la novela “A nome tuo”, de su compatriota Mauro Covacich, cercana en sus planteamientos a películas como “Las invasiones bárbaras”, de Denys Arcand, o “Million Dollar Baby”, de Clint Eastwood.

Ex estudiante de Medicina, Irene (Jasmine Trinca) tiene 32 años, vive sola, añora a su difunta madre y sólo mantiene relaciones ocasionales y deprimentes. Con el nombre de Miel, trabaja desde hace tres años en la organización secreta de un médico, antiguo novio suyo, dedicada a asistir a enfermos terminales que quieren suicidarse. Cuando le pasan un caso, Miel viaja a México, compra allí un potente veneno para sacrificar animales —que no deja huellas— y se lo suministra al cliente después de que éste firme una carta asumiendo la exclusiva responsabilidad de su muerte. Maleada por una traumática experiencia familiar de ensañamiento terapéutico, la chica nunca se ha cuestionado la moralidad de su siniestra actividad, que incluso considera solidaria. Hasta que un día conoce a Carlo Grimaldi (Carlo Cecchi), un cínico arquitecto de 70 años, en perfecto estado de salud, pero que está decidido a suicidarse. La reunión entre ambos pondrá a prueba las convicciones de Miel, y le provocará una fuerte conmoción emocional.

Dirigida con gran vigor visual y dramático, e interpretada con sobria veracidad —especialmente por la italiana Jasmine Trinca (“La mejor juventud”, “La habitación del hijo”)—, la película afronta la eutanasia desde una perspectiva neutra y aséptica, sin desvelar demasiado el contexto y la personalidad de los personajes, y dejando que el espectador saque sus propias conclusiones. Inicialmente, esta opción parece decantar el filme hacia una convencional y acrítica apología del suicidio asistido, por la línea de una supuesta compasión hacia el sufrimiento ajeno y del respeto al supuesto derecho a decidir sobre uno mismo. De hecho, Golino se manifiesta partidaria de una ley de regulación de la eutanasia. Sin embargo, poco a poco, la protagonista —y el espectador con ella— va descubriendo el ambiente de individualismo, soledad e insolidaridad que propicia esas situaciones extremas y esas justificaciones ideológicas, enfocando así mejor la profunda cuestión de conciencia que plantean. Sobre todo desde el momento en que Miel reconoce apesadumbrada: “Todos mis pacientes quieren vivir, no morir”.

La película no ofrece una conclusión plenamente satisfactoria, y se muestra demasiado ambigua incluso en la cierta apertura a la trascendencia que esboza su sorprendente desenlace. Además, carga demasiado la mano en unas cuantas secuencias sexuales explícitas, que quieren subrayar la patética insatisfacción de la protagonista. Sin embargo, se aleja decididamente del férreo dogmatismo ideológico de “Amor”, de Michael Hanecke, pues, al menos, no desdramatiza las tremendas situaciones que describe, se abre valientemente al debate y obliga al espectador a pensar, a no aceptar sin más las opiniones políticamente correctas sobre el tema. En definitiva, le fuerza a plantearse con espíritu crítico la deshumanizadora y desesperada deriva nihilista de las sociedades occidentales, a menudo anestesiadas por una grave crisis de valores, que las hace incapaces de recuperar su conciencia perdida, de ofrecer un sentido profundo a la vida y, por tanto, de dar una respuesta verdaderamente humana a los desafíos radicales del sufrimiento y la muerte.

 

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