Crítica:
Público: Adultos
Un pequeño cuento sobre el individualismo de nuestra época llevado al extremo: cada vez hay más gente que muere sola.
Durante 22 años la vida del calmado y aislado John May, funcionario, ha sido trabajar para el consejo local del sur de Londres buscando a los familiares de los que han fallecido en paz. Trata de cara a cara con la muerte, con una carga de humanidad que no encuentra en las personas que conocieron alguna vez a los fallecidos. Los cuida a su manera. Se involucra más allá de su deber.
Pero en esta era de la “eficiencia”, la meticulosidad de John ya no se considera un activo y su nuevo jefe hace que su trabajo sea completamente superfluo, haciéndole notar la carga de gastos que supone su sueldo y los gastos que origina para dar sepultura digna a los que mueren sin allegados. Pero le manda una última misión, encontrar a los familiares de un vecino que ha sido hallado muerto en su piso, y del que dieron cuenta los vecinos a las autoridades por el olor, Billy Stoke.
Este último caso va a hacer probar a John la vida, lo imprevisible. Poco a poco va uniendo piezas de la vida de Billy metódicamente, donde descubre rebeldía, desventuras, amor y arrepentimiento… y encuentra una pieza fundamental para él, la hija a la que Stoke abandonó, Kelly. Cuando John y Kelly se conocen se sienten naturalmente atraídos el uno por el otro y poco a poco su amistad les va abriendo infinitas posibilidades de vivir.
Una película interesante, con una magnífica interpretación de Eddie Marsan, y una fotografía que recuerda a la de Kaurismaki en Le Havre, que concentra su luz en la humanidad de los personajes.