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Romance en Tokyo

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica:

Público recomendado: Adultos

Amélie nació en Japón y allí vivió hasta los cinco años, cuando la familia regresó a Bélgica, su país de origen. Quince años después, convertida en una atractiva y espabilada joven, totalmente independizada de sus padres, decide volver al país de su primera infancia. Se presenta en Tokio con la cabeza llena de sueños y dos claros objetivos: uno, llegar a “ser japonesa” o, por lo menos, lo más japonesa posible, teniendo en cuenta que en realidad es belga y su cultura es claramente occidental; su otro propósito es convertirse en escritora… “escritora japonesa” para ser exactos.

Para contar con ingresos, decide dar clases de francés, y así conoce a Rinri, que será su primero y único alumno. Se trata de un joven nipón, de familia acomodada, que se convertirá pronto en su amante y en su guía para conocer rincones de la ciudad y, sobre todo, para adentrarse en la cultura japonesa.

Después de una primera parte prometedora, en la que avanzan entremezcladas las experiencias iniciáticas de Amélie en las costumbres de Japón y en una relación afectiva con un japonés, la película parece perder el rumbo y progresivamente el encanto poético de la cultura japonesa pasa a un segundo plano y priman los escarceos amorosos de los dos jóvenes. Sin embargo Rinri parece totalmente desprovisto de interioridad y de emoción y en cuanto a Amélie queda claro que siente curiosidad y atracción, pero no está realmente enamorada. La relación de los protagonistas no es una historia de corazón, es una historia de cuerpos, y tampoco muy apasionados. Aunque la película no deja de respirar en todo momento humor y delicadeza, esa falta de hondura hace que la narración se quede como flotando y acabe resultando monótona y aburrida.

A pesar de todo, el film tiene muchos aciertos, el más destacado de los cuales es la joven actriz Pauline Étienne, que rezuma espontaneidad y encanto hasta conseguir hacer entrañable un personaje con tan poca entidad. La fotografía está muy cuidada y es de una gran belleza, con luz transparente para la naturaleza –como la impresionante escena del monte Fuji–, luces de neón para los paseos por la ciudad, y encuadres de estudio para las escenas íntimas. También son hermosísimas las escenas oníricas de estilo teatro japonés, que muestran de forma plástica los sentimientos y temores más profundos de la protagonista.

Stephan Liberski incluye en ocasiones la voz en off de los pensamientos de Amélie, lo cual es totalmente oportuno para la narración autobiográfica de la escritora que sueña llegar a ser. Mezcla con elegancia el contraste de tradición y futurismo, la elegancia etérea y vaporosa propia de la sociedad japonesa, el pudor en los comportamientos en la mesa, con total fidelidad a una tradición ancestral, frente a los artilugios más modernos –el robot que se mueve limpiando el polvo, y toda suerte de aparatos de cocina o de entretenimiento–.

El guion se aparta del texto de Amélie Nothomb cuando evoca la catástrofe de Fukushima, que no aparece en la novela. El libro de Nothomb vio la luz con anterioridad a ese terrible acontecimiento, pero hoy no se entendería referirse al Japón actual sin hacer referencia a Fukushima, por lo cual su presencia es totalmente pertinente. Por otra parte, en la película el acontecimiento cumple también la función de “expulsar al extranjero” porque una cuestión de tal envergadura debe ser afrontada exclusivamente por los japoneses, de modo que proporciona un cierre lógico a la historia de Amélie. Aunque también parece hacer patente un cierto muro invisible y tal vez infranqueable entre ambos mundos y culturas.

 

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