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Series TV – “Les Revenants”: cadáveres exquisitos

Una de las cosas que está sucediendo repetidamente en nuestras ficciones sobrenaturales, que cada vez son más, es la humanización de los monstruos. Los vampiros ya se han normalizado como enamoradizos adolescentes. Los zombis andan camino de ello, como he comentado y argumentado en otras ocasiones.

Un buen ejemplo de esto último es esta exquisitez francesa producida por Canal+ Francia, en la que ha colaborado como co-guionista el laureado escritor Emmanuel Carrère: la teleserie “Les Revenants” [Los resucitados]. Sea en ésta versión o en la americana, que producirá Paul Abbott (creador de “Shameless”, “State of Play”, “Touching Evil” y “Hit & Miss”), no tardará en llegar a nuestras pantallas por una u otra vía. A caballo entre la ciencia ficción, el thriller y el terror estamos ante una delicatesen con pinceladas que recuerdan a “El resplandor” (Stanley Kubrick, 1980) o a “Twin Peaks” (1990-1991), uno de los clásicos fundadores de esta prolífica y valiosa etapa que las teleseries atraviesan en nuestros días.

Todo sucede en un pueblo de la región de Annecy, en los Alpes franceses. Allí empiezan a acontecer cosas muy extrañas: algunos muertos vuelven a la vida sin saber siquiera que están muertos, y sólo quieren recuperar sus antiguas cotidianidades, con sus familias, que se habían conformado a su ausencia; además, el lago, contenido por la presa, empieza a vaciarse, haciendo aparecer el antiguo pueblo sumergido: desaparece el agua, símbolo de la vida, y se escapa no se sabe por qué grieta metafísica o imaginaria.

La historia nos muestra el impacto de estos resucitados en sus familias, en el pueblo, llevándonos, a través de flash-backs y demás estrategias narrativas, a los escenarios de sus muertes, a averiguar la relación existente entre los diversos personajes. El elenco de resucitados es variado: Camille, una quinceañera que murió en un accidente de su autobús escolar mientras su gemela, Lena perdía la virginidad con el chico que le gustaba a su hermana; Simon, un joven que se suicidó el mismo día de su boda, dejando a su novia, Adèle, embarazada; Victor, un niño de ocho años que fue asesinado junto a su familia por unos atracadores; y Serge, un asesino en serie de chicas que las acuchillaba en el vientre y se les comía las entrañas, que fue ajusticiado por su propio hermano para que no cometiese más actos criminales.

El factor común de todos estos muertos es que contagian la muerte. No lo hacen mordiendo, sino en la parsimonia de la convivencia con los vivos, hablando con ellos, mirándoles, recordándoles el pasado o contándoles el inexorable futuro. Sus silencios son la constatación de que la vida es un duelo que no se puede elaborar, una epidemia que no se puede parar: la del suicidio.

Las interpretaciones, el guión, la banda sonora, la producción entera, todo en esta teleserie goza de un nivel de factura inmejorable. Capítulo tras capítulo uno se va metiendo en una precisa reflexión acerca de nuestra cultura actual y su incapacidad de contener la pulsión de muerte. Los resucitados no son los portadores de una respuesta al deseo humano de inmortalidad, ni siquiera al duelo de aquellos que han perdido a sus seres queridos, sino que no saben dónde han estado o por qué han resucitado. No son mensajeros de una buena nueva, sino la presencia misma de la pesadez de los días, el claro signo de la indiferencia natural ante la indigencia y el sufrimiento humanos.

Los muertos vivientes son el límpido reflejo que el onírico espejo de la ficción le devuelve a una sociedad que no es capaz de iluminar conscientemente la figura de la muerte. Se trata de una sociedad desengañada, post-metafísica, donde incluso los creyentes parecen haber perdido la fe en la resurrección gloriosa de la carne. Lo vemos en el párroco del pueblo a quien eso de la resurrección le parece una interpretación demasiado literal y mágica de las escrituras. O en el director del refugio donde se acoge a los desclasados, a los marginados, a los que sufren: el único que pretende que haya que acoger a la alteridad, aunque no tiene razones, sino argumentos psicologistas y voluntaristas que no son más que autoengaños, y que hacen experimentar el ridículo al espectador.

Una metáfora distópica digna de ser vista. Aunque para muchos será sólo entretenimiento, verla es una experiencia por lo menos inquietante.

 

Jorge Martínez Lucena

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