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Series TV – House of cards: la ascética del poder

Se ha hablado por activa y por pasiva de la decadencia de lo político en la sociedad posmoderna. Parece que los asuntos públicos no eran la prioridad para un hombre que expande su intimidad más allá de las fronteras del yo invadiendo todo aquello que se deje colonizar. La televisión, internet, las redes sociales, youtube, los smartphones, etc. son posibilidades de volverse del revés, de poner al aire la propia extimidad (así la llaman los teóricos). Escándalos de corrupción mediante, lo político se ha convertido en algo inauténtico,  aburrido, burocrático, inauténtico, etc., pese a los esfuerzos de Aaron Sorkin por redignificar esta profesión que hoy está en horas bajas con su ya clásico de la ficción televisiva El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006).

House of cards (2013-) es una teleserie cuyo argumento permite una identificación inmediata con el sentir general de la población española en este momento histórico, protagonizado por las escuchas ilegales, Bárcenas, Pujol, Blanco, etc. Frank Underwood es un congresista demócrata con grandes ambiciones de poder. Está casado con Claire Underwood, una bella, estilosa y hierática mujer que reprime su deseo de felicidad para medrar. Su matrimonio es una especie de pacto consistente en la máxima maquiavélica de que el fin justifica los medios, y el fin es llegar a lo más alto, conseguir influencia, lograr que Frank sea Secretario de Estado, Vice-presidente de los Estados Unidos o, quién sabe, incluso Dios, ya que cuando Frank visita una Iglesia se arrodilla y nos cuenta que se reza a sí mismo.

Muy probablemente, en breve, House of Cards se va a consolidar como la mejor serie en el mercado, con permiso de Breaking Bad y Homeland. La trama es complicada, como le gusta al espectador de hoy. En cada gesto de los Underwood hay doble o incluso triple intención. Cuando tú vas ellos ya vuelven victoriosos. Las interpretaciones son magistrales (en especial, cómo no, la de Kevin Spacey en el papel protagonista). Tiene recursos formales originales. SMS superpuestos en la pantalla como en la británica Sherlock. Constantes roturas de la cuarta pared con los comentarios de maestro sobrado del protagonista sobre sus propias acciones e intenciones. Un ambiente nocturno (o quizás simplemente oscuro), que oscila entre las elegancias caoba de la casa de los Underwood y los blancos impertérritos de la oficina de la gélida Claire. Lujo, mucho lujo. Suciedad a raudales en la cúpula demócrata de los Estados Unidos: lobistas siempre al acecho, llevando la política por los derroteros del dólar; periodistas dispuestas a compartir cama a cambio de primicias y exclusivas; tolerancia máxima de infidelidades entre esposos (todo por la causa); cinismo a paladas; mentiras, manipulaciones, drogadicción, alcoholismo, prostitución, chantajes, extorsiones, trampas políticas, crímenes, internet, teléfonos móviles, etc. Un verdadero estercolero narrativo en el que no se puede ni debe perder detalle.

En suma, una serie que puede abonar el terreno a la nefasta profusión de anti-cuerpos ante la política a la que hoy tendemos tan magnéticamente. Algo que invita al inmovilismo y convierte la nefasta situación en endémica. Sin embargo, en los últimos capítulos de House of cards se abre un horizonte. Se trata, cómo no, de una chispa de esperanza que se mantiene en el grupito de periodistas. Ellos dejan de prostituirse y retoman su minucioso trabajo de investigación, convirtiéndose en obsesivos sabuesos que arriesgan sus vidas por esa verdad que parece no interesarle a nadie en las altas esferas, pero que es el único instrumento del ciudadano y el combustible de la democracia.

Tras terminar los primera temporada queda en uno la sensación de haber profundizado en un ascetismo en el que hasta ahora no había reparado demasiado: el ascetismo del poder, con sus liturgias, sus sacrificios, sus mártires, sus máquinas de remo, sus salidas a hacer footing, sus ropajes impecables, sus contenciones, genuflexiones y tecnologías, sus sacerdocios, sus ofrendas, sus buenas y contenidas maneras, sus intercambios de favores, su violencia contra los deseos más profundos,… Toda una religión, pero una religión que niega lo humano.

Jorge Martínez Lucena

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