«Los censores tradicionales veían las películas y luego pedían que no se proyectaran; ahora es al revés». Con esta frase, publicada en el diario El Mundo el día de la apertura de la septuagésima segunda edición de Festival de Cine de San Sebastián, su director, José Luis Rebordinos, un vasco menudo, directo y amable, advertía de un sempiterno peligro agudizado en las últimas décadas. Parece como si la emergencia de las redes sociales, la inestabilidad política o la incertidumbre de un mundo que se ha vuelto demasiado complejo fueran la gasolina de un fuego en el que arde con virulencia la polarización desinformada. Una polarización que lleva –quizás como siempre, pero sin duda más que nunca— a defender y denostar de modo acérrimo lo que no se conoce, lo que no se ha visto.
Podría pensarse que la frase de Rebordinos se aplicara a Emmanuelle, la película inaugural del Festival, de título homónimo al clásico del cine erótico protagonizado por Sylvia Kristel. Podría pensarse, toda vez que se trata de un supuesto relato de descubrimiento del deseo femenino hecho, una vez más para la mirada masculina; podría pensarse, ya que se trata de un film no ya prescindible, sino anodino, aburridísimo, de esos que no se sabe muy bien o por qué resortes han llegado a la Sección Oficial; mucho menos a la gala de apertura.
Pero no. El sexo —todos lo sabemos— dejó hace tiempo de ser escandaloso en el cine. Sí resulta revolucionario, sin embargo, que —como nos recuerdan los créditos iniciales— el Gobierno de España, el de la Generalidad de Cataluña y el Ministerio de Cultura dirigido por el desleído señor Urtasun hayan financiado el único film de la Sección Oficial de la presente edición destinado a escribir historia del cine, y a llevarse con él a su creador, ese provocador profesional y meme de sí mismo llamado Albert Serra. A pesar de su personaje deliberadamente autoconstruido de bocazas extemporáneo, el cineasta demuestra con Tardes de soledad no solo ser uno de nuestros más excelsos creadores, sino un auténtico visionario que, riéndose de los límites de la corrección política y de los signos de los tiempos, ha dado a luz una obra improbable: deslumbrante en lo estético, ambigua hasta el extremo en su propósito, precisa, brutal, y eterna; eterna en el sentido de que agota su tema, de que se convierte en el manifiesto cinematográfico definitivo y último sobre la tauromaquia. Algunos de sus acérrimos detractores, por cierto, esos que Rebordinos criticaba por criticar fanáticamente lo que no habían visto, se apostaron con pancartas a la entrada del Kursaal la tarde del estreno, obligando a la Ertzaintza a hacer acto de presencia.
Sobre el film de Serra publicó acertadamente Carlos Reviriego, jefe de programación del Cine Doré (una de las sedes de la Filmoteca Española): «120 años de cine español y finalmente alguien filma los toros (la soledad, el miedo, la chanza, sus contrastes) como tenían que filmarse. No es folclore ni ritual. Es el olor y la tragedia de la muerte». La muerte, en efecto, ha sido una de las protagonistas del festival, no solo en el film de Serra. El tema de la enfermedad terminal y el final de la vida ha sido, más que ningún otro, el hilo rojo de la presente edición de la Zinemaldia, y no solo por el estreno en España de La habitación de al lado (Room Next Door) del homenajeado Pedro Almodóvar, un film de fondo contradictorio y panfletario, aunque excelso en sus formas. También indagan en esta temática dos de los filmes más interesantes y valiosos de la Sección Oficial, en la que se centra la presente crónica.
De un lado, destaca Pilar Palomero con Los destellos, obra en la que, siguiendo la estela de Las niñas (2020) y La maternal (2024), la cineasta maña alcanza aquí elevadas cotas de madurez autoral. El film se inscribe de lleno (no son accidentales sus referencias a Yasujiro Ozu) en el estilo trascendental, que abre una puerta a través de lo que se sugiere más que lo que se explícita, de los silencios más que de lo que se dice, del prodigioso uso del fuera de campo, más que de lo que se muestra. Desborda su humanidad en cada plano, al recordar que la materia solo es relevante en tanto que expresa un vínculo verdadero, que la vida más plena es aquella que considera en la ecuación la muerte, que solo el afecto salva a la persona y la lleva a la plenitud, a una belleza desconocida más allá del vigor del cuerpo. En su valiente reflexión en torno a la enfermedad, solo vivible de modo humano si se acompaña de la ternura (una ternura que requiere, por otra parte, de una fortaleza real para ser puesta en acto), Palomero invita al espectador a mirar cara a cara los últimos tabúes de nuestra sociedad. Pero no nos fuerza, sino que nos atrae a hacerlo: cada arruga del rostro de Ramón (Antonio de la Torre), cada sonrisa del de Madalena (Marina Guerola) o las lágrimas que se amontonan en las miradas de Isabel (Patricia López Arnaiz) son, precisamente, destellos de un mundo que decide renunciar a la cultura del descarte, a fin de tender la mano a la esperanza y a la vida, a través de la ternura.
Por otra parte, el nonagenario maestro Constantin Costa-Gavras entrega en El último suspiro (Le dernier souffle) una reflexión profunda, humana y conmovedora –aunque lejos de toda sensiblería— sobre el final de la vida y la necesidad de acompañar a los enfermos en todo momento en el trance de morir. El film, contra todo pronóstico luminoso y esperanzador, se concibe como una conversación entre tres: el Dr. Augustin Masset (Kad Merad), especialista en cuidados paliativos, el filósofo Fabrice Toussaint (Denis Polyadès), cuyo posible cáncer se incoa al comienzo mismo del film, y el espectador, que es invitado al diálogo entre ambos a partir de las muertes de varios pacientes de la unidad de paliativos que dirige Masset y que, de modo imposible, podría quedarse al margen de la propuesta. Como todo texto interesante e inteligente, el film de Costa-Gavras genera más preguntas que las respuestas que aporta, aunque propone un método para reflexionar sin miedos en torno a la muerte: a la muerte en abstracto, sin duda, pero también a la propia, a la de cada uno.
Se adscribe a la misma temática, aunque revestida de mucho menor interés, la cuota asiática del Festival, el truculento y tremendista film chino Bound in Heaven, que pivota sobre la pertinacia de una mujer en amar contra viento y marea a un hombre terminalmente enfermo. Un film previsible, aburrido y olvidado al momento de abandonar la sala.
El final de la vida y el juicio –propio y ajeno— que inevitablemente acompaña a este estadio de la existencia es también uno de los temas clave de Cuando cae el otoño (Quand vient l’automne), el nuevo film de François Ozon, que ofrece, desde una perspectiva humanista y delicada, cristiana incluso, un suculento alegato en torno a la capacidad de redención, a la posibilidad que siempre tiene el ser humano de seguir amando, por grandes que hayan sido sus errores. Una fábula clásica en lo formal y con un guion que crece y se expande según avanza el metraje, aunque ciertamente plana respecto de su puesta en cuadro y puesta en escena, carente de continuo de algo que queme en el plano.
No es su tema principal, pero la amenaza de la muerte, en particular bajo la cruel forma del suicidio, es uno de los elementos que se reiteran a lo largo del metraje de una de las mayores joyas de la 72 edición del SSIFF: On Falling, de la jovencísima realizadora lusa Laura Carreira. Un film cuya temporalidad cíclica repite una y otra vez los mismos actos a fin de llenar un vacío, como es propio de las adicciones; el vacío de un mundo que exige y no da, de una sociedad en la que las personas rara vez son tratadas como tales, especialmente en el ámbito laboral. Aurora (Joana Santos) trabaja de sol a sol (poquísimos planos contienen la luz del astro) en un almacén, que bien podría ser de Amazon. Sus relaciones son fugaces, superficiales, evitadas; solo el móvil omnipresente le da la sensación de falta de distancia dentro de su radical carencia de vínculos. Incluso cuando alguno de ellos despunta, el afecto es de inmediato reprimido, rechazado como algo que quizás pueda dar esperanza; una virtud que, en medio de tal vacío, se antoja como un peligro. Y es que soñar con salir de un sistema inhumano en todos sus aspectos, que se asemeja cada vez más a la esclavitud —inolvidable el plano del niño que lo intuye en su visita al almacén, y le lanza a Aurora, como si fuera un mono del zoo, un caramelo— puede tener el efecto colateral de que el despertar sea insoportable, de que uno quiera quitarse de en medio al constatar el retorno de la cruda realidad. Un film audaz, valiosísimo en su denuncia necesaria de la anestesia de toda una civilización en proceso de derrumbe, y que, solo en su último plano da un respiro al espectador y propone una salida al laberinto en el que transcurren su metraje y la vida de tantos coetáneos.
También a fin de denunciar los excesos del neoliberalismo radical y su cultura del descarte, así como para levantar acta del fin de una era, se alza la voz de Gia Coppola con The Last Showgirl, protagonizada por Pamela Anderson, quien da vida a una bailarina de cabaré que se enfrenta a su última función y, por tanto, al vacío existencial. Correcta, interesante en su reflexión en torno a los estragos de la mirada sexualizada hacia la mujer –no hubiera estado de más expandirla hacia los abismos, más extendidos y más inhumanos, de la galopante pornografía— pero intrascendente al fin. Sobre esa misma mirada sexualizada, y el modo en el que ha sido canalizada por hombres poderosos y carentes de escrúpulos para abusar de las mujeres de su entorno, aporta Soy Nevenka, de Icíar Bollaín, una reflexión poderosa, aunque carente de la profundidad de otras obras anteriores en la filmografía de la directora madrileña (véase aquí una crítica extensa del film).
Más allá de todos estos filmes, que sin duda constituyen, en mayor o menor medida el núcleo de la Sección Oficial, otras siete cintas de carácter mucho más dispar han competido este año por la Concha de Oro. Están de un lado, los dos filmes de la cuota Netflix: la anodina comedia de colorines El lugar de la otra, de una irreconocible Maite Alberdi, que tiene como mcguffin el asesinato pasional cometido por una escritora en la Argentina de mitad del siglo XX y El hombre que amaba los platillos voladores, una película en sí disfrutable, sobre todo por la presencia —desternillante por momentos— de leonardo Sbaraglia, pero que hubiera pedido y podido ser la mitad de la larga. Es decir, un corto. También en cortometraje debía haberse quedado —y de seguro hubiera funcionado— El llanto, del vallisoletano Pedro Martín Calero, que, tras un arranque espléndido, sugerente y originalísimo en lo formal, va perdiendo fuerza conforme avanzan los minutos, hasta descarrilar por completo al final del metraje; una nueva confirmación de la sempiterna deuda del cine español con el género de terror. Descarrila también, en su último tercio, la en sí interesante Cónclave, del alemán Peter Berger, sobre los misterios de la elección del papa, las intrigas vaticanas y, en general, el viejo e irresoluble coexistir en la Iglesia del trigo y la cizaña. No le hacía falta el efectismo inverosímil del tramo final a este thriller protagonizado por un inconmensurable Ralph Fiennes: solo por verlo a él, vale la pena el visionado. Por último, al margen de toda clasificación, se encuentran Serpent’s Path, un film tan hueco y desquiciado —pese a la siempre interesante presencia de Mathieu Amalric— que no merece ni una palabra más, y la tremenda rareza que entrega Joshua Oppenheimer bajo el título de The End, un musical de puro metadiscurso, a medio camino entre Beckett, Brecht, Kubrick y Donen, que solo funciona si uno se entrega irreflexivo, durante su extenso metraje a su brillantísima propuesta formal, sin pedirle más que el fino ejercicio del extrañamiento y la antinarración.
Dos corolarios se desprenden de todo lo dicho: que el cine sigue vivo, muy vivo, y la 72 Zinemaldia ha acertado al captar algunos de los signos de su buena salud con propuestas de renovada originalidad artística y que el cine sigue siendo un preciso sismógrafo de todos los movimientos del afecto y de las ideas que caracterizan a una sociedad en un momento histórico, aunque sea tan convulso, contradictorio e incierto como es el nuestro.
Rubén de la Prida
Rubén de la Prida (Madrid, 1982) es crítico de cine e ingeniero industrial. Es master en crítica cinematográfica por la ECAM y colaborador habitual de varios medios especializados, entre ellos Caimán Cuadernos de Cine. Compagina su labor como ingeniero ferroviario con la docencia universitaria y la crítica cinematográfica. Actualmente se encuentra trabajando en una tesis doctoral sobre el cine de Wes Anderson.