Quiero aquí llamar brevemente la atención sobre el lugar común del zombi en estos últimos tiempos de crisis. Cuando escribo estas líneas se espera que por la tarde se produzca elZumbie Walk del Festival de Cine Fantástico de Sitges, mientras que mañana mismo está convocada mundialmente la manifestación del 15o, donde sin duda encontraremos quien aprovechará su maquillaje del día anterior, ya que, como hemos visto en recientes imágenes del movimiento de indignados en USA, apodado Wall Street Occupy, irónicamente, el disfraz de zombi ha sido muy frecuentemente utilizado en protestas ciudadanas contra los supuestos banqueros y políticos zombis.
Son varios los libros que últimamente intentan explicar estas tendencias. Alguno incluso lo he escrito yo. Pero no se trata de descubrir aquí la sopa de ajo, sino de señalar este potencial político que siempre han tenido los zombis y que ahora, en tiempos de crisis, sacamos del armario tan masivamente. Es fácil recordar en los orígenes del sub-género películas como La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), donde ya se insinúa la dialéctica de la alienación entre el amo y el esclavo, aplicándola incluso a las relaciones amorosas, supuestamente las más auténticas. En tal film, una pareja llega a Haití, donde son acogidos por un terrateniente llamado Beaumont, que se enamorará de la chica locamente. Éste, viendo que ella no atiende a sus proposiciones, recurrirá al capataz de su finca, un tal Legendre, interpretado por el ya consagrado Bela Lugosi, que tiene zombificados a todos los trabajadores de origen africano de la plantación. Beaumont accede a la propuesta de esta especie de prestidigitador y mentalista de enajenar a la chica para que ésta acceda a sus propósitos, haciéndole creer al novio que ésta ha muerto. Una vez realizado el experimento, sin embargo, el rico propietario le pide a Legendre que le devuelva la voluntad, sin la cual la chica no es plenamente humana, lo cual provocará la disputa entre ambos por el futuro de la destino de la víctima.
En esta misma línea, aunque con tintes políticos todavía más pronunciados, tenemos la que quizás sea la primera horror comedy sobre zombis: El rey de los zombies (Jean Yarbrough, 1941). Ambientada en la Segunda Guerra Mundial nos habla de una isla en la que un científico loco al servicio de los nazis está creando un ejército de zombis a través de la magia vudú y la hipnosis, experimentando con los lugareños. Sin duda este filme no es más que una obra propagandística del cine americano contra el peligro nacionalsocialista. Y la lista podría seguir indefinidamente hasta nuestros días: desde la multi-remade, La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) hasta la interpretación de las hordas uruk hai de la trilogía de El Señor de Los Anillos (Peter Jackson, 2001, 2002, 2003), pasando por toda la obra en evolución de George A. Romero, que siempre ha intentado en su cine actualizar esta metáfora política.
Dicho esto, me gustaría señalar que lo que señala en último término este calificativo de zombi no queda agotado en la dimensión política, sino que, precisamente, por hacer alusión a un elemento más fundamental (epistemológico y antropológico), esta metáfora funciona también dentro de la semántica de la dominación. El zombi está alienado porque sufre una mutación anterior, algo que no le permite ser hombre tout court. La educación recibida en una razón logocéntrica (racionalista) ha hecho predominante una mirada que obvia el elemento constitutivo de la realidad en la percepción de cada ente, su dimensión de milagro, de presencia, de donación gratuita, de alteridad que nos sostiene. Es por eso que Heidegger criticaba la entificación que la razón occidental operaba sobre la realidad, eliminando el misterio que todo lo real conlleva. Nuestra razón tiende a quedarse meramente con lo fenoménico, con lo que es posible dominar con la razón empírico-matemática y tiende a eliminar los elementos ingobernables de lo real, esto es, al mismo ujier de lo posible: lo que Derrida ha llamado el acontecimiento de lo imposible. Es este deseo de dominación de lo real el que se impuesto culturalmente al reconocimiento de lo real en su totalidad: queriendo ser señores de la realidad hemos devenido zombis, porque si hay algo con lo que nuestra humanidad vibre y lata con especial fuerza es ante la constatación de lo imposible que Derrida sospechaba en la misma presencia de las apariencias y que señalaba especialmente en sus apasionantes y aporéticos análisis de incondicionados éticos como la hospitalidad, la amistad, el perdón,…
Sólo para que se vea la importancia económica de esto que digo, detengámonos un momento a filosofar (perdón). Vivimos en un mundo en el que parece que todo es económico, todo está dentro del círculo del intercambio, del recorrido de lo mercantil. En esta mentalidad, a la que somos inconscientemente arrojados por el mero hecho de pertenecer a un determinado modelo de razón, la gratuidad no tiene lugar. Y sin gratuidad, el hombre se convierte en un pedazo de carne, en un bulto antropomorfo, esto es, un zombi. Sin embargo, si nos fijamos en experiencias que innegablemente pertenecen a nuestro acervo común, como la acogida, enseguida percibimos que hay algo que queda fuera de lo económico y que lo posibilita, pero que sólo emerge haciendo un uso an-económico de la razón. Nuestra razón económica y zombi tiende a mostrar la hospitalidad real como algo imposible, ya que reduce la gratuidad que supuestamente habría en ella a una lógica de intercambio en la que participan, incluso, los mecanismos más ocultos del inconsciente del acogedor. Parece que no es posible acoger sino por una razón que sume la hospitalidad dada en el círculo implacable del intercambio. A la que se produce la conciencia de la hospitalidad, el sujeto la inscribe en ese bucle económico que estrangula el pulmón humano, que sólo respira en un espacio oxigenado por lo an-económico. Así, vemos cómo sólo habría hospitalidad verdadera si se hospedase al que no es posible hospedar porque es tan diferente de uno mismo que no nos saldría a cuenta hospedarle según ningún cálculo prefijado. O sea, que de nuevo vuelve a sucedernos, y vemos cómo es imposible acoger según nuestra razón, ya que sólo hay verdadera acogida u hospitalidad cuando ésta se hace imposible, certificándose así la imposibilidad de lo an-económico (y con ello de lo humano). Pero, nos queda la experiencia. Por eso Derrida usa la siguiente fórmula que apela a lo vivido y reconocido por uno y nos lanza el siguiente reto: “la hospitalidad, si es que la hay, tiene que producirse a través del imposible”. Vemos pues, cómo la apertura de la razón, a la que el Papa se refiere incesantemente no es algo ajeno a la posmodernidad, y que incluso tiene que ver con los zombis. Algo inquietante a la vez que fantástico. No me dirán que no…
Por todo esto, yo diría que dentro de la cebolla que es el muerto viviente hay muchas capas que pelar. Uno empieza dándose cuenta de la capa del pesimismo político y económico, pero si sigue trabajando se encuentra con la capa de la debacle cultural. Y nuestra única arma al respecto de ésta hecatombe anti-humana que denuncian los podridos es la realidad y aquello que la descubre en su totalidad significante: la educación. Ahí queda, pues, un posible antídoto contra esta plaga llamada crisis, que nos sorprende cada día con un nuevo brote…
Jorge Martínez Lucena
http://inficcion.wordpress.com
Jorge Martínez Lucena es profesor Agregado de Teoría de la Comunicación y Antropología en la Universitat Abat Oliba CEU de Barcelona. Es también autor de varios libros sobre cine y teleseries y colabora periodísticamente con distintas publicaciones como El debate de hoy, CTXT, Mundo Negro, El Ciervo, Il Sussidiario, etc.