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20.000 especies de abejas

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +16

Permítame el lector un apunte personal. El otro día le comentaba a un amigo cinéfilo que iba a ir a ver 20.000 especies de abejas el día de su estreno, a fin de escribir esta crítica que usted -paciente- se encuentra leyendo. “Ya me la pasarás”, me dijo. Y añadió, casi con profética precisión: “sospecho que va a ser la Cinco Lobitos de 2023”. No podría haberla definido mejor, así que le copio la expresión, con su permiso. En efecto, como el premiado film de Alauda Ruiz de Azúa, 20.000 especies de abejas habla también, en última instancia, de la brecha generacional entre la generación millenial y la que le precedió. Por norma general, los nacidos entre el 81 y 93 aprendimos de nuestros mayores unas reglas de juego que, aunque de puertas para adentro no siempre se cumplieran -las dos películas citadas hablan también de los cadáveres en el armario de la generación de nuestros padres- eran incontestables a nivel de convención social. A los millennials, sin embargo, no es que nos cambiasen las reglas a mitad de la partida: directamente, nos dinamitaron el tablero. Tanto a nivel laboral o de relaciones interpersonales -véase Cinco Lobitos– como en lo que respecta, por ejemplo, a la ideología de género, que el film que nos ocupa explora de lleno, aunque sin obviar las dimensiones anteriores.

Al modo de las grandes películas en torno al tema de la transexualidad, como la aún hoy sorprendente Juego de lágrimas (The Crying Game, Neil Jordan, 1992) o la más reciente Una mujer fantástica (Sebastián Lelio, 2017), la directora Estíbaliz Urresola juega con la relación entre las expectativas del espectador y la confusión que le genera -precisamente- la ruptura de las reglas implícitas. En su caso, se trata de un malabarismo muy fino: el personaje al que todos se refieren como Aitor -y que desearía llamarse Lucía- está interpretado por la pequeña Sofía Otero, sin duda lo mejor de la película. Ella soporta todo el peso de la narración y, a sus 10 años recién cumplidos, se revela como un verdadero portento actoral, justísimamente merecedor del Oso de Plata a la mejor interpretación en el pasado Festival de Berlín, donde hizo historia al ser la actriz más joven en alzarse con la estatuilla. Precisamente la impecable factura ofrecida por Otero, que combina de modo sorprendente la frescura de los niños con la gravedad de un adulto apesadumbrado, consigue que el espectador consiga empatizar con el drama de su personaje, con su desgarro identitario, con su búsqueda de afecto y con su finísima sensibilidad. Características, todas ellas, inherentes a los protagonistas de este subgénero del drama, como también se observa en las películas citadas al comienzo del párrafo.

Más allá de la brillante Sofía, sin embrago, el film ofrece un guion un tanto predecible y un resto de elenco constituido por personajes algo planos y nítidamente ideológicos: los unos, como la abuela Lita (Itziar Lazkano), caracterizados por una fe católica de corte moralista y que parece como avergonzada de sí misma; y los otros, encabezados por la madre, Ane (Patricia López), capaces de hacer cualquier cosa, o de ceder ante cualquier premisa con tal de vencer su sentimiento de impostura. Unos y otros, en definitiva, esclavos de su culpa y de sus miedos. Solo la tía Lourdes (Ane Gabarain) será la única de la familia que muestre actitud de escucha y capacidad de empatía con el drama personalísimo que se despliega ante sus ojos, así como con la persona que lo padece. Se puede o no estar de acuerdo con su acercamiento ideológico, pero se debe estar necesariamente de acuerdo con su método que, lejos de ponerse de perfil ante la experiencia del otro, lo escucha, lo sonríe y lo acompaña allá donde se encuentra. Sin este primer desinteresado abrazo, que abarca la persona y su circunstancia sin exigir nada a cambio, será difícil, por no decir imposible, explorar luego juntos la realidad en todas sus dimensiones y en toda su complejidad. Ojalá la cinta se atreviese a acometer esta revolución última, sin quedarse en la superficie del dilema y en las soluciones al mismo más cosméticas que identitarias. Posiblemente, aún nos falte a todos mucho camino por recorrer para llegar hasta ahí.

Rubén de la Prida

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