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Abrázame fuerte

Caratula de "Abrázame fuerte" (2021) - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

Todo hacía esperar lo mejor. La espectacular Vicky Krieps delante de la cámara, y Mathieu Amalric detrás. Es verdad -podría decir alguien- que Krieps es una actriz magnífica, pero solo se luce de la mano de directores a su altura, como Paul Thomas Anderson -quien la catapultó a la fama con El hilo invisible (Phantom Thread, 2017)- o Mia Hansen-Love. También es cierto que Amalric es un actor químicamente puro, pero eso no le garantiza ningún lugar como realizador: no existe la propiedad conmutativa en la dirección de actores, no es inmediata la permuta entre director y dirigido. Se le debe reconocer, en cualquier caso, la genialidad de Tournée (2010), joya de la corona de su corta carrera como realizador. Pero -dicen en Castilla- no todos los días son fiesta. Y, desde luego, poco hay que celebrar en Abrázame fuerte, por mucho que pasase por la Sección Oficial del (no especialmente reluciente) Festival de Cannes de 2021. El hecho de que llegue a la gran pantalla en nuestro país un año y medio después -y con cuentagotas- ya es un dato significativo.

Un diagnóstico sencillo es suficiente para revelar la causa del fiasco. Mathieu Amalric ha querido hacer un filme único. Ha querido -se intuye- emular la proeza de Alain Resnais en El año pasado en Marienbad (L’Année dernière à Marienbad, 1961), a saber: conseguir la antinarración perfecta, y la yuxtaposición hábil de diversas capas de tiempo, no necesariamente existentes. Ha querido -posiblemente- imitar a Godard, romper a su antojo los vínculos útiles, pero contingentes, entre la imagen y el sonido. Parece que ha pretendido, incluso, alcanzar con su film una filosofía de las imágenes y los signos que hiciera las delicias de Gilles Deleuze. Acaso haya soñado con ser el discípulo aventajado de todos ellos, su digno heredero. Con ser mejor que ellos. Y, todo sea dicho, no le falta atrevimiento, ni carece de oficio. Pero quizá -solo quizá- le falte talento autoral para llegar a esas alturas que se arroga en un film en el que el espectador, sin asidero alguno, saturado de significantes equívocos, no sabe verdaderamente a qué atenerse. Qué fue verdad y qué mentira. Si una madre abandonó a su familia o si los suyos fallecieron bajo la nieve. Si su marido la amó o la odió o todo lo contrario. Y está bien, hay quien es capaz de convertir un discurso fragmentario y difícil de descifrar en una obra memorable, véanse las honrosas excepciones arriba citadas. El realizador galo, sin embargo, ha hecho una película destinada a las simas del olvido. Una cinta de esas que no entiende nadie y que -peor aún- nadie se va a molestar en tratar de entender. Difícilmente será materia de análisis este elogio de la forma hueca, del fractal autosuficiente, de la celebración de sí mismo y su supuesta genialidad que hace Mathieu Amalric.

Y todo se le puede perdonar. Menos desaprovechar una interpretación de Vicky Krieps, menos convertirla en el anzuelo de un discurso vacío. Ante la soberbia que se intuye es de esperar un soberbio batacazo en taquilla. A los hechos me remito: en la sesión pública a la que acudió este cronista, y que concluía con un coloquio con el mismísimo Amalric, nos reunimos un total de doce valientes. Ojalá que el golpe lo devuelva al otro lado de la lente. Allí le esperamos.

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