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Bajo la rosa

Caratula de ""

Crítica:

Público recomendado: Adultos

La mejor película española del pasado año. Sin duda.Y al fin, su estreno (en los cines y Filmin). Por fin seremos testigos visuales de un palimpsesto audiovisual único, conmovedor, señero, devastador. Desde la primigenia cita lucana (Lc 8,17), intuimos el propósito del director Josué Ramos por hallar la verdad, tantas veces oculta. La gente puede que se niegue a afrontarla; puede que trate de eliminarla; puede que hasta intente borrarla; puede que se niegue a aceptarla, pero la verdad al final siempre prevalecerá.

Mientras seguimos un adusto peregrinaje de dolor y expiación, el Talión siempre nos acompañará. La ley del Sinaí. Ojo por ojo, diente por diente (Ex 21, 24).  Retaliar, en contra de lo que se suele suponer, no es lo mismo que vengarse. Más bien, lo contrario. Deviene una suerte de justicia extrema, una desaforada reinterpretación del Karma, tal vez, pero justicia al fin y a la postre. Y entre el Talión y la búsqueda de la verdad aprenderemos, desconsoladamente, que las almas donde la luz se esconde de la verdad son almas afligidas, acongojadas, ariscas, que hablan en el silencio con la muerte y tienden sobre la existencia capas de ceniza. O, tal vez, nos indica el director primerizo, la mentira es un ave de luz que canta como la esperanza. La polisemia, por momentos, llega a devenir en la opera prima de Ramos, aterradora.  Cuánta añoranza de las amputadas Tebaidas y los roídos escudones de la verdad. O de la mentira.

A la vez que nos asfixiamos con la atroz sinfonía de Josué (hombre orquesta: toda la película es literalmente suya), nos desahogamos con Vivaldi. Son esos momentos más pudorosos de El invierno (la mejor de las cuatro estaciones del compositor veneciano) los que permiten respirar al espectador. La batalla por buscar la verdad no cesa. ¿Desvelar la verdad y romper la armónica vida familiar o mantener corrido el velo y cerrar los ojos ante horrores y pecados que claman y rasgan el cielo (Gen 4,10; Ex 3,7-10; Jue 5,4)? Con Vivaldi y Mozart (los momentos en los que suena La Lacrimosa hibrida lo chusco con lo fiero) seguimos encaminándonos hacia un despeñadero moral. Sin concesiones. Sin respiros. Las paradojas musicales de Vivaldi y el extremo refinamiento del Réquiem del genio Salzburgués son el contrapunto perfecto que eleva esta película hasta extremos de maestría nunca vista en los últimos lustros en cualquier pantalla. Incluso el uso de los conciertos de violín y mandolina del veneciano nos sumergen en un potente florecimiento de toda pasión difusa. Transitamos, sin armisticio probable, de la pudibunda sofrosine a la más arriscada hybris. Sentimos un acabamiento de todas las ilusiones, un profundo desengaño de todas las cosas, el primer frío de la vejez de muerte, más triste que ésta misma. Con Ramos, viendo su película casi imperecedera, llega un instante mesiánico (Walter Benjamin).

Con un soberbio elenco actoral (excelentes Elisabet Gelabert y Pedro Casablanc; prodigioso Ramiro de Blas), el guión de Ramos se halla cosido a la perfección. Y toda esa cinefilia del director se transparenta desde el primer momento. Cruce mefistofélico entre La muerte y la doncella (Polanski) y Funny games (Haneke), desde el principio detectamos huellas de los grandes. Kubrickiana por todos sus poros (el penetrante desasosiego de El Resplandor, la sutil elegancia de Barry Lyndon, el perturbador desagrado de Lolita, el enfoque ético de Senderos de Gloria), Josué Ramos emula y perfecciona al maestro presentando una familia, un secreto y una espoleta que desencadena toda la narración. Con la inexcusable remembranza de Kubrick y el hálito de Lynch (el inicio de Terciopelo azul como gran guiñol, mascarada y alegoría), nos topamos con la gran referencia de Prisioneros, uno de los relatos más macizos de Villeneuve. Ramos realiza varias vueltas de tuerca, a la manera de Palabras encadenadas ( Laura Mañá)realizando una vivisección de los fariseísmos familiares (Mt 23) como pocas veces se nos ha dado ver en el cine. Y en todo ello realizando una poderosa reflexión sobre el vidrioso asunto de la pederastia, rememorándose desde la implacable Spotlight, sin olvidar el infame reverso de las infames denuncias falsas de El caso McMartin y La caza, ambas portentosas, sin olvidar esa joya inmortal que dio comienzo a todo este turbio derrape moral del abuso infantil: M, el Vampiro de Düsseldorf.

Oteamos en esta agudísima narración la sordidez del ser humano, ángel y demonio, ángel mohoso(Alberti), la dialéctica freudiana entre principio de placer y el principio de realidad y el lado oscuro de cada una de nuestras vidas. Los personajes junto al espectador asistimos a un psicodrama pavoroso, catarsis espeluznante, ciclos de crimen y castigo (sin el macbethiano Banquo advirtiéndonos a tiempo), redenciones imposibles, culpas irremisibles. Pasamos de la sonrisa más socarrona al grito más desgarrador. Con influjos de los grandes del noir novelesco (sobre todo Poe, Ambler y Christie,), se nos presenta un laberinto irresoluble, un dilema ético de cuantiosísimos quilates, venganzas aparentes, imprecisos lindes entre bondad y maldad, el combate estremecedor entre la realidad y la apariencia. Josué Ramos nos golpea brutalmente en el rostro. Se lo agradecemos. Gratitud eterna y perdurable. Siempre la modesta verdad. Nuda verdad. Nada más. Nada menos. Porque como dice este magnífico director canario debe despuntar la verdad siempre, por muy cruda que pueda resultar; en nuestra sociedad llevamos mucho tiempo consumiendo la píldora azul y el resultado no ha sido demasiado satisfactorio, así que es hora de una píldora roja y grande”. Así sea.

 

 

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