Crítica
Público adecuado: +12
En un momento de Bardo, el protagonista, un alter ego del propio director de la cinta, Alejandro González Iñárritu, dice la siguiente frase: “El éxito ha sido mi mayor fracaso”. Ciertamente, da la sensación de que la excesiva adulación que acompaña al éxito ha desviado de su camino a un director que ofreció grandes cosas al inicio de su carrera, y que ahora anda perdido en uno de los más grandes “ego-trips” que se recuerdan en el cine autoral.
Bardo cuenta la historia de Silverio, un periodista y director de documentales mexicano, que después de triunfar en Los Ángeles vuelve a su país, donde deberá enfrentarse a sentimientos contradictorios sobre su profesión, su familia, su propia mortalidad, e incluso la historia de su país.
Existe una clara línea divisoria en la filmografía de Alejandro González Iñárritu: el momento en que dejó de colaborar con el guionista Guillermo Arriaga. Junto a él encadenó tres películas excelsas, que lo situaron como uno de los nombres más interesantes del cine de autor hollywoodiense: Amores perros (aún en México), 21 gramos y Babel. En estas películas ya se percibía la brillantez formal de Iñárritu, pero esta se ponía al servicio de unas historias emocionantes, humanistas, y con una mirada enfocada en la realidad. Desde entonces, el director mexicano ha rodado Biutiful, Birdman, El renacido y ahora Bardo. Y en cada una de ellas se ha percibido un progresivo ensimismamiento en su propia técnica con la cámara, una autoindulgencia narrativa que le lleva a elevar la duración de sus películas hasta niveles difícilmente soportables, y un alejamiento de la mirada al otro, para mirarse el propio ombligo. El problema es que es en esta etapa cuando Hollywood le ha recompensado con dos Oscars, y ahora es difícil volver a encadenar al “monstruo”.
Bardo deambula en medio de escenas oníricas que pretenden fascinar, pero que acaban resultando irritantes y soporíferas. Se la compara con el 8 ½ de Fellini, y en cierta manera es lo que intenta hacer Iñárritu. La diferencia es que Fellini era un genio y sus divagaciones resultaban intrigantes, enternecedoras y carismáticas.
En Bardo, por el contrario, el contenido es claramente deficiente: nihilismo de intelectual aburguesado, clichés sobre diferentes temas (no puede faltar la leyenda negra española, con un Hernán Cortés retratado sobre una pirámide compuesta de cadáveres) y mucho egocentrismo: todo gira en torno al protagonista, el resto de personajes son meros accesorios, incluidos su mujer y sus hijos.
Por supuesto, no todo es malo: hay determinadas escenas en las que el surrelismo sí resulta interesante y divertido, ciertas ideas visuales, y desde luego la técnica cinematográfica de Iñárritu (unida a los medios que Netflix ha puesto a su disposición) resulta apabullante. No se puede decir que la película sea una absoluta pérdida de tiempo, pero cuesta justificar las dos horas y media largas que hay que invertir para verla.
Esperamos que Iñárritu salga alguna vez del laberinto autocomplaciente en que se ha adentrado, y volvamos a disfrutar pronto de aquel cineasta de sus inicios, que nos ofreció algunas de las películas de autor más estimulante de la primera década del siglo.