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Belleza oculta

Caratula de ""

Crítica:

Público recomendado: Jóvenes

Howard es un publicitario carismático, la imagen del triunfador, con una empresa exitosa. Pero la muerte de su hija de seis años lo hunde en una profunda depresión. Sin querer relacionarse con nadie, engolfado en su dolor, deja pasar las horas realizando complejas construcciones con fichas de dominó, mientras sus tres socios asisten impotentes a la caída de la agencia. Como quien lanza al mar un mensaje metido en una botella o se dirige a Papa Noël o a los Reyes Magos, Howard suele escribir cartas a la muerte, al tiempo, y al amor, la trilogía metafísica sobre la que había fundamentado su éxito publicitario, pues mantenía que forman parte de la vida misma y, por tanto, deben ser acogidos. Sin embargo, cuando la muerte se llevó a su hija, a la que tanto amaba, el tiempo perdió el sentido para él y perdió el control de su vida. Sus consejos no le valieron y no fue capaz de asumir el dolor y quedó bloqueado como persona.

Para evitar la ruina total, los socios urden un plan para probar la incapacidad mental de su amigo y poder recuperar la dirección de la empresa. Han tenido noticia de la existencia de las cartas de Howard y deciden encargar a tres actores que interpreten a esos tres conceptos como «personajes» reales y se dirijan a él como respuesta a sus misivas. No se puede explicar mucho más sin desvelar elementos importantes de la línea argumental.

Los actores son brillantes. Will Smith está excelente ofreciendo un personaje conmovedor pero equilibrado, sin exagerar en ningún momento. Y lo mismo podríamos decir del resto de los actores. Sobre Helen Mirren ya nada puede decirse. No sólo está soberbia, es que es una actriz soberbia. Edward Norton está muy bien como el hombre dividido entre la fidelidad al amigo y el legítimo deseo de salvar la empresa. El resto están a la altura. En conjunto, un reparto de campanillas.

La idea, sin duda, sugerente, de un cuento de Navidad en una Nueva York iluminada para las fiestas, preciosa tiritando bajo el frío, no alcanza ni de lejos el nivel de Frank Capra, a cuyo ¡Qué bello es vivir! nos remite naturalmente al guión de Alan Loeb. Sin embargo, y a pesar de que a menudo cae en lo lacrimógeno, la película funciona porque David Frankel trata a los personajes con ternura y los hace cercanos, y, sobre todo, porque tiene un desenlace inesperado y abierto a la imaginación, que nos deja con la moraleja de que las heridas de la muerte, el tiempo, y el amor pueden tener su lado bello si les sabemos encontrar el sentido y las integramos en la vida.

No es una cinta brillante, pero está llena de humanidad y, aunque arranque las lágrimas, permite pasar un buen rato y nos deja con el buen sabor de un tierno cuento de Navidad.

 

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