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Canción sin nombre

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +16

Una mujer embarazada y su marido viven en las cercanías a Lima en una casa perdida, lejana, pobre. En el Perú de 1988 la inflación alcanza tres dígitos y, como si fuese poco —y como suele suceder en ese extremo del mundo— la violencia de grupos comunistas como Sendero Luminoso hacen lo suyo para expresar su opinión: poner bombas, perseguir, amenazar, asesinar, violar. En semejante panorama se desarrolla Canción sin nombre (Melina León, 2019), un drama «atmosférico» que cuenta la historia de Georgina (Pamela Mendoza) quien, ante tanta maldad y desgracia tiene algo hermoso: su hija. Hasta que ya no la tiene.

Las desapariciones de recién nacidos en el Perú de los ochenta fueron denunciadas sin mayor éxito. En la película lo hace Pedro (Tommy Párraga), periodista de La República, quien se gana los enemigos correspondientes. En Canción sin nombre el Estado es sordo y aplastante, y sus opositores carniceros leninistas. Georgina lo intenta: viaja todos los días a Lima a tratar de poner la denuncia y se da de bruces con un muro de burócratas a los que todo les da lo mismo. No así a Pedro. «La vamos a encontrar. Te lo prometo», le dice. La nana tristísima que Georgina canta a su hija sin nombre, como sus denuncias, no tiene quién la oiga.

Hay aquí algo de la pesadez paquidérmica del Estado de Leviatán (Zvyagintsev, 2014) y mucho de la atmósfera inclemente y fotografía a blanco y negro de El caballo de Turín (Tarr, 2011). Su aspecto, un cuadrado 4:3, curva las esquinas y difumina los bordes dando la impresión de que se está ante una pantalla de televisión, quizás para dar la sensación de reportaje en homenaje al padre de la directora, el periodista Ismael León, a quien está dedicada la cinta.

El gran acierto es la fotografía. De alguna manera «eleva» —no sé si artificialmente o no, puede que dé lo mismo—, una historia que hubiese sido aún más melodramática, telenovelesca por latinoamericana. Ambos rasgos son difíciles de eludir dada la premisa (y en el cine húngaro de Tarr no tienen cabida, por más desgraciada que sea la situación de los personajes). Sin embargo, gracias al trabajo fotográfico y de puesta en escena, aquellos rasgos quedan mitigados. Prescindir del color ayuda también a desnudar lo narrado de toda distracción. Y aunque haya belleza en el blanco y negro de sus encuadres, hay que tener una historia muy sólida para poder deshacerse de las distracciones, pues el riesgo es que se note con facilidad que aquella flaquea. Y es eso lo que sucede.

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