Crítica
Público recomendado: Todos
Ebrio y chisposo y locoide celuloide de animación noruego, sus directores – Marit Moum Aune y Rasmus A. Sivertsen- nos ofrecen enloquecida y demente singladura marina, arracimándose en ella dos púberes y neófitos piratillas, peculiarísimo vampiro silueteado con quemaduras solares, una surrealista monarca, además de endiablada y juguetona muchedumbre de simios.
Esta simpática y divertida troupe recorrerá siete mares y lo que falta haga. Y, en el ínterin, Verónica y Pinky echando un cable sin dudarlo. Y anhelos diferentes, cuando no antitéticos: Pinky solo desea una vida fácil; Verónica, su mejor coleguilla, al contrario, bosa y rebosa avideces de lances y sucesos y plurales peripecias.
La película se sosiega, tras chifladísima navegación, en las Mermeladas, extravagante archipiélago aterrorizado por una banda de rufianes -rufiancillos, precisión- liderados por el Capitán Dientes de Sable, malvado extraña y difusamente simplón, portando atrabiliario pelucón estilo Luis XIV, a fuer de imposible mostacho. Y tal pirata ansía poner entre sus manos un legendario diamante mágico que, aladinescamente, concede hondos deseos tras hacer acto de presencia, alba albísima, la diosa Selene.
En determinado instante, diríase de linaje mesiánico, el citado capitán malandrín secuestra a Pinky, a quien erróneamente atribuye el hurto del suculento y diamantino botín. En realidad, el ladrón es otro criajo, un huérfano descalzo medio muerto de hambre bautizado Marco que se asemeja inquietantemente a Pinky. Otro par de villanos – este dueto con más hechura y prestancia – también lo persiguen: Maga Khan, curioso dueño y señor de una de las ínsulas y su esposa, extremada y alucinantemente drogada, Sirima.
La trama avanza con ritmo trepidante, palpitante, trémulo casi. Matizada con un brillante colorido, la historia guarda otros tesoros aparte del citado diamante. Por ejemplo, el chef del barco pirata. Un gabacho extravagante y temperamental que hace todo lo posible con los escasos suministros que posee. O el roedor – memento glorioso Ratatouille – al que ocasionalmente el cocinero antedicho zahiere con su escobón.
E, íntima confesión, algo más de capa y espada le hubiese venido pintiparada a nuestra historia. El resto, de nácar. Frenético y extraviado. En fin.