Crítica
Público recomendado: +18
En Competencia oficial, los directores Mariano Cohn y Gastón Duprat vuelven a concentrarse en la figura del artista, como hiciesen en El hombre de al lado (2009) y El ciudadano ilustre (2016), manteniendo el tono de comedia incómoda, de personajes y situaciones incómodas siempre al borde (o más allá) del crimen. El mismo tono del hilarante documental Todo sobre el asado (2016). Sin embargo, a diferencia de estas, no hay desarrollo de lo que se narra, ni parece ir a ningún sitio. Es, como las cintas de los hermanos Marx, una sucesión de gags.
Al pasar del cine mudo al sonoro, una de las soluciones para los problemas que aún se tenían en el ajuste técnico era que el ritmo de la cinta lo marcasen los actores. Este, por las dificultades que persistían al congeniar imagen y sonido, era complicado de marcar en el montaje. Por tanto, era responsabilidad del actor, con sus movimientos y diálogos, mantener el tono y la duración de las escenas. En las películas de los hermanos Marx no se cuenta con estructura de narración dramática estándar ni con el desarrollo de una historia, sino con gags, precisamente porque la brevedad y unicidad de estos permitían mantener el ritmo sin necesidad de recurrir al montaje.
Todo empieza con el millonario Humberto Suárez (José Luis Gómez), «el productor», un señor de ochenta años que decide financiar una película para que se le recuerde por otro motivo que no sea su compañía farmacéutica. Escoge un libro el cual adaptar, con una historia que cuenta la rivalidad entre dos hermanos. Dirige, por supuesto, Lola Cuevas (Penélope Cruz), «la directora», personaje poco ortodoxo, de frases como «hay que dejar de encasillar las películas por su ideología, es perezoso», y propuestas de ensayo como aquella en la que plastifica con papel film a ambos actores juntos, de la cabeza a los pies, porque «lo que le pasa a uno le pasa al otro».
Los actores son Félix Rivero (Antonio Banderas), «la superestrella», e Iván Torres (Óscar Martínez, el más divertido de todos, por insoportable), «el actor de carácter». El juego con los reflejos en espejos, pantallas, cristales, es decir, las apariencias, el cómo me ven los demás, el conflicto de egos, está servido: «a nadie le gusta cómo actúo… excepto al público», y «tú también te arrastras por el dinero, pero por menos que yo» son las perlas que salen de la boca de Félix, mientras que Iván, profesor de actuación, casado con una jipi escritora de libros infantiles, insufriblemente pretencioso, se muestra resentido: «tengo muchos menos premios, evidentemente debo ser mucho peor actor»; soberbio: «cuando viaje quiero que me compren el boleto más barato porque no quiero ningún privilegio»; o ambas: «este premio es el más importante que tengo, me lo entregaron unos niños discapacitados». El inicio breve de una escena los muestra llevando a cabo un ejercicio propuesto por Lola: que se insulten el uno al otro. La retahíla de groserías y palabrotas, sobre todo por ser localismos, unos españoles y otros argentinos, la hacen de las más graciosas de la película.
En esta cinta el montaje, pausado, funciona como un marco. Pero son los actores los que llevan el ritmo a cuestas, en cada frase, en cada mirada, cada movimiento. Funciona. No por dos horas, duración de la cinta. Pero se sostiene con suficiente éxito más de la mitad del metraje. Al ser lo que es, no es de extrañar que como espectador se ansíe algún tipo de conclusión, una llegada a puerto que no se alcanza nunca.
La argentina-española Competencia oficial parece caricaturesca pero puede que incluso en ese aspecto se quede corta. Tan inverosímiles pueden llegar a ser los actores y directores en la realidad, que estos personajes, excéntricos, creídos, desdeñosos, terminan por ser verosímiles a pesar de sí mismos. Y seamos sinceros: en la sala reían. Rieron durante toda la película. De modo que el «entretenimiento banal» que tanto desprecia Iván traerá, en el caso de Competencia oficial, a mucha gente a los asientos.