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Conspiración en El Cairo

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +16

Me ha gustado mucho esta película. Su director se llama Tarik Saleh (Estocolmo, 1972) y ya cuenta en su haber con algunos largometrajes interesantes como “El Cairo Confidencial” (2017). Si esta última evoca, naturalmente, un título del cine negro como “L.A. Confidential” (Curtis Hanson, 1997), la película que ahora nos llega a las pantallas tiene resonancias de “El nombre de la rosa”, el ya clásico de Jean-Jacques Annaud estrenado en 1986 y basado en la novela homónima de Umberto Eco.

Conviene lanzar una advertencia desde el principio: como película policial es flojita. Aunque su guion resultó premiado en Cannes el año pasado -lo cual nos lleva a insistir en una sana desconfianza hacia esos premios- el misterio flaquea. A la trama le falta algo de tensión y, al final, casi nos da igual quién sea el asesino (sí, hay un asesinato). Así, el que busque un “thriller” con escenas de suspense quedará decepcionado.

Sin embargo, como película de cine negro, es una cinta interesantísima. Ya saben ustedes que, desde “Cosecha roja”, la gran novela de Dashiell Hammett, el centro del género negro no es el misterio, sino la descripción de los ambientes y la crítica social. Lo fundamental no es la trama de misterio, sino el retrato de la corrupción, el cinismo, la violencia, la mentira, la injusticia y, en términos quizás más teológicos, las “estructuras de pecado” de nuestro tiempo.

En este nivel de lectura, Conspiración en El Cairo adquiere un colorido y un gusto novedosos. A partir de la llegada de un joven estudiante a la Universidad de al-Azhar, la más importante en el mundo islámico y un faro religioso para millones de musulmanes suníes, el director va trazando un retrato del Egipto contemporáneo. El temor a la infiltración islamista que representan los Hermanos Musulmanes tiene su correlato en la acción del aparato de seguridad del Estado con sus agentes, sus confidentes y sus siniestras instalaciones. No faltan ni los coroneles inquietantes ni los jeques fanáticos. A partir de aquí, pasa ante nuestros ojos la pobreza y la vulnerabilidad de los pobres y la fragilidad de cualquiera que se enfrente a los poderes políticos y religiosos.

El personaje de Adam (Tawfeek Barhom) y el del coronel Ibrahim (Fares Fares) centran toda nuestra atención, pero merece la pena atender a la recreación del ambiente de la propia universidad, que adquiere un estatuto de personaje por derecho propio (los alminares, los arcos y los patios, los dormitorios, los despachos…). El fondo musical subraya el contraste entre un mundo en el que la música popular lo llena todo y el silencio majestuoso que sólo rompe el recitado de los textos coránicos. Ojo, por cierto, al concurso de salmodia coránica, que nos brinda unos minutos de disfrute de la lengua árabe, tesoro de sonoridad poética.

El espectador que vea la película desde esta perspectiva “negra” saldrá con muchos temas de discusión y de debate. Hasta qué punto la religión es parte del problema de la violencia y dónde comienza el Estado a deslegitimarse con sus propias acciones. Mientras la veía, recordaba algunos pasajes del último libro de David. R. Kaplan -me refiero a “La mentalidad trágica. Sobre el miedo, el destino y la pesada carga del poder” (RBA, 2023)- y el tránsito que lo llevó de defender la intervención en Irak en 2003 a criticar a “quienes defienden unos ideales sin tener que soportar la carga de una responsabilidad administrativa”, es decir, de las consecuencias de sus decisiones.

Ricardo Ruiz de la Serna

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