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Dialogando con la vida

Crítica

Público recomendado: + 18

Lucas tiene diecisiete años cuando su personalidad en ciernes se quiebra en un instante por la muerte en accidente de su padre. Incapaz de afrontar el duelo, se siente perdido en un mundo que le resulta ajeno. No consigue apaciguarlo ni la presencia protectora de su madre, serena y equilibrada aun con una profunda tristeza. Como un náufrago de la vida, Lucas inicia un viaje interior de búsqueda de sí mismo y del sentido de su vida.

Al inicio de la película, un primer plano de Lucas mirando a cámara, mientras se dirige al espectador con un flujo de palabras desordenadas y de pensamientos incoherentes, marca la tónica de lo que vamos a ver. Toda la narración va a tener ese carácter algo irreal, onírico, de sensaciones irracionales. La esencia de la trama es el gran desierto de la adolescencia, la nostalgia de lo que no ha sido, la soledad de quien no sabe amar y, sobre todo, dolor, mucho dolor.

Una voz en off, más frecuente de lo que sería deseable, va acompañando la crónica de una inestabilidad emocional y psíquica que desencadena el duelo, pero que, en realidad, ya estaba latente en ese chico débil y desorientado. El joven explora torpemente su homosexualidad y, como una experiencia, más intenta la prostitución; con no menos impericia, parece querer acercarse a la trascendencia; trata de acabar con su vida; se refugia en el mutismo…

Christophe Honoré escribe y dirige esta película como homenaje a su padre al que perdió en accidente de automóvil cuando él, como Lucas, contaba 17 años. Sin embargo, no mimetiza al personaje consigo mismo, sino que le concede suficiente espacio para que Paul Kirchner, el actor que lo encarna, despliegue su propio instinto y sensibilidad.

Kircher, merecidamente premiado en el Festival de cine de San Sebastián por su interpretación, lleva a cabo un gran trabajo y se revela como una joven promesa del cine francés. Juliette Binoche, como no podía ser menos, está magnífica como madre capaz de sobreponerse a su infinito dolor para cuidar de su hijo. Vincent Lacoste encarna bien a Quentin, el hermano mayor de Lucas y el mismo Christophe Honoré aparece en el personaje del padre, en un coche, hablando con su hijo.

Pero el conjunto no funciona. Es como si la desorientación del adolescente se plasmara en el mismo guion. En algún momento, parece querer abrir algún resquicio a la esperanza y a una velada nostalgia de trascendencia, pero son solo como leves gestos o insinuaciones que no llegan a cuajar. Los personajes no están bien perfilados, suenan a hueco, y el relato, sin ningún referente o apoyo mínimamente sólido, a excepción de los brazos amorosos de la madre, no deja entrever ningún aspecto de la vida humana con un mínimo de sentido, ni ningún posible camino por el que un hombre pueda avanzar.

Por otra parte, está sobrado de escenas explicitas de sexo que acaban difuminando la poca poesía que podía presentar la angustia vital de un adolescente. La narración, excesivamente lenta y parsimoniosa, no solo no consigue despertar el interés del espectador, sino que acaba hundiéndolo en el aburrimiento.

Mariángeles Almacellas

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