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Drive My Car

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

Aviso a navegantes: la presente crítica versa sobre una película japonesa de corte filosófico, de tres horas de duración. Si usted (querida lectora, querido lector) ha llegado hasta esta segunda frase, le alegrará saber que se trata de un verdadero manjar cinematográfico. Una delicatessen con apariencia de film corriente que, sin embargo, se siente al paladar cinéfilo como unos sutiles fuegos artificiales. No sorprende, por tanto, la multitud de premios que ha ido cosechando en los distintos festivales por los que ha pasado: se debe celebrar cuando, de repente, aparece una cinta de gran valor escondida entre las profundidades de la desbordante producción audiovisual de nuestro tiempo. Ojalá hubiera ganado alguno más y, por ejemplo, Drive My Car no solo hubiese se hubiese alzado en Cannes con el galardón al mejor guion, sino también con la Palma de Oro, otorgada a la desagradable y machista Titane (Julia Doucornau, 2021).

Yusuke (soberbio: Hidetoshi Nishijima) y Oto (Reika Kirishima) son un matrimonio con una compenetración en apariencia excelente. Ella trabaja como guionista televisiva, él es actor y director de teatro. Oto extrae la inspiración para escribir de las relaciones sexuales con su marido, al que hace partícipe de las historias que se le ocurren. La relación entre Yusuke y Oto queda truncada por dos acontecimientos repentinos, próximos en el tiempo. Antes, ella le había grabado en un radiocasete la recitación de todos los personajes de Tío Vania, de Chéjov, salvo la del protagonista, para que Yusuke pudiera ensayar esta obra -que le obsesiona- en los trayectos en su viejo y amado Saab rojo. Pasados algunos años, Yusuke se decide por fin a dirigir en Hiroshima la pieza del dramaturgo ruso. Será a raíz de ese trabajo cuando Yusuke conozca a Misaki (Toko Miura), la joven que, por contrato y contra su voluntad, le es asignada como chófer, detalle este que explica el título del film y del relato homónimo de Haruki Murakami.

Que Tío Vania sea el hilo conductor de este soberbio film, que los diálogos de los personajes de la obra sean fiel reflejo del mundo interior de los de la película, con una precisión llena de naturalidad, sería suficiente para el asombro. Que ello suceda, además, en varios niveles de significado distintos y yuxtapuestos, aporta al film una componente de complejidad que subraya más aún su belleza. Pero no se trata, para nada, de un lucimiento hueco, de un ejercicio autorreferencial: Ryusuke Hamaguchi, el guionista y director de Drive My Car, aprovecha los conflictos de los personajes de Chéjov, los de la película y el modo en que ambos se entrelazan, para entregar un tratado filosófico -sólido y suave al mismo tiempo- sobre la naturaleza de las relaciones humanas y la centralidad vital del problema del afecto. No se trata, sin embargo, de una reflexión puramente inmanente, ni en esencia pesimista. Antes al contrario, el film muestra de modo honesto que, si Chéjov puede estremecer a un grupo de japoneses es porque, en lo más profundo, todos deseamos amar y ser amados, perdonar y ser perdonados. Porque la trascendencia se nos impone como la amable respuesta a un corazón que siempre desea más, incapaz de conformarse con anhelos epidérmicos o satisfacciones pasajeras. En fin, que la cinta es como un recuerdo de la máxima agustiniana anima naturaliter christiana, que se encarna, de modo especialísimo, en Janice, el delicioso personaje mudo interpretado por Sonia Chuan. Junto a su actuación destaca también la de la chófer a quien da vida Toko Miura, capaz de expresar un riquísimo mundo interior a través de una expresión minimalista. Corresponde, por tanto, al carácter que ella imprime al film, el hecho de que su vínculo con Yusuke quede sellado en una serie de planos en apariencia convencionales, pero en los que el silencio absoluto se convierte en el vehículo de lo inefable. Si bien se trata del único momento de mudez total de la banda de sonido, los silencios son imprescindibles en Drive My Car, y están en consonancia tanto con la delicadeza interpretativa como con la predominancia de planos medios o largos. Es como si Hamaguchi no quisiera imponer nada, como si quisiese guardar siempre una distancia de seguridad respecto del espectador y respecto de su propia obra, como si optase por proponer una reflexión conjunta con una sonrisa tímida y genuina, como la que sirve de sutil broche a un film verdaderamente excepcional.

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