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El amor es más fuerte que las bombas

Caratula de "El amor es más fuerte que las bombas" (2015) - Pantalla 90

Crítica:

Público recomendado: Adultos

La próxima exposición retrospectiva de las obras de la famosa fotógrafa de guerra Isabelle Reed, fallecida en accidente de automóvil tres años atrás, reúne en la casa familiar al viudo y los dos hijos.

Gene, el padre, intenta inútilmente conectar con Conrad, un introvertido adolescente que no ha sabido superar la ausencia de la madre. Jonah, el hijo mayor, se esfuerza por ayudar a su hermano, pero no resulta fácil volver a establecer lazos de comunicación y recuperar el hogar familiar. Cada uno encapsulado en sí mismo y sus propias zozobras, los tres hombres viven dramáticamente la ausencia de Isabelle.

La línea argumental es muy sencilla y hasta podríamos añadir que en nada original, pero en realidad no tiene más función que proporcionar un entramado de relación entre cuatro personajes solitarios. La acción parece avanzar pero no se sabe muy bien hacia dónde. Trier no pone el foco de atención en los hechos que acaecen, sino en el complejo mecanismo psicológico de quienes los protagonizan. Son personajes quebrados por dentro, con vidas rotas a pesar de la aparente normalidad. La muerte de Isabelle activó, en cierto modo, una realidad de incomprensión y aislamiento que ya existía.

La película empieza con un primer plano bellísimo y conmovedor de la mano de un padre estrechando la manita de su hija recién nacida. Es el preludio del equilibrio y la moderación del relato, que huye en todo momento del melodrama a pesar, de los desgarros personales que va desvelando. La forma de contar la historia es original aunque bastante barroca. Como si las piezas de un complicado puzle hubieran saltado por los aires y, poco a poco, con vacilaciones y errores consiguieran ir encontrando su lugar. Gene, bloqueado, incapaz de traspasar el muro del hijo adolescente, Jonah, inseguro e inestable en su realidad de esposo y padre, Conrad refugiado en su mundo de videojuegos, Isabelle, valiente bajo balas y humo de explosiones haciendo sus reportajes sobre el dolor humano,  pero sin el coraje de afrontar la sorda desolación en su propia casa.

Los flashbacks ofrecen instantes del pasado que permiten al espectador ir conociendo la psicología de cada personaje y los tenues lazos de unión entre ellos. Otros recursos ayudan a componer el misterioso puzle: la memoria, incluso llevada al límite, a ese ámbito del subconsciente en que los recuerdos surgen inconexos; la imaginación para recrear la presencia viva del ser ausente y para contemplar los detalles de su muerte; los sueños, como válvula de escape de las capas más profundas de la mente humana. Sin embargo, nuevos descubrimientos en la línea argumental –la razón del accidente, una silueta en una foto, la confesión de un compañero, un nuevo personaje que puede entrar en sus vidas inconexas…– descolocan la imagen que cada personaje tenía de la estructura familiar y obligan al espectador a reformular sus conclusiones.

La evolución del conflicto está marcada por la ausencia de cualquier referente ético. No hay una sola mirada hacia lo alto. Ni la infidelidad, la deslealtad o la falsedad aparecen como censurables. Sencillamente están ahí, son actitudes que los personajes adoptan en un momento dado. En consecuencia, las relaciones personales no tienen un norte que las oriente, qué les indique cómo podrían convertirse en sólidas y valiosas. Por eso la tenue luz de esperanza de la escena final queda empañada y mortecina, pues en esas circunstancias, lo mejor a lo que se puede aspirar es a una convivencia pacífica entre personas dramáticamente encerradas, cada una de ellas, en el sinsentido de su insalvable soledad.

 

 

 

 

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