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El Baile de la Gacela

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +14

A partir de una idea, un giro, una imagen, una frase…  puede surgir una película, del mismo modo que un motivo o una breve línea melódica puede ser el hilo conductor de toda una sinfonía.

Este es el caso de El baile de la gacela, una producción que nos llega desde Costa Rica. Y esta es la debilidad de El baile de la gacela. Son apenas unas escenas de escasos minutos de duración los que encierran la escasa fuerza dramática de la película.

El espectador languidece durante 50 minutos con unos personajes excesivamente grises, en unas circunstancias excesivamente grises para encontrar lo que el director, Iván Perez Meléndez nos ha querido decir.

Se trata de la historia de un centro de día de jubilados, una de cuyas actividades es el baile. La gacela es el mote de Eugenio, el mote que la prensa le dio cuando era uno de los grandes jugadores de la Primera División de fútbol. De eso hace ya varias décadas y Eugenio es viudo, padre de una guapa joven y abuelo de una niña que no aparece nunca y de lo que tan solo se habla tangencialmente.

Eugenio desea bailar con Carmen, una señora mayor que conserva algo del atractivo de sus días de esplendor y que es una verdadera entusiasta del baile. El profesor de baile es Daniel, un apasionado profesor de danza que ha hecho de la misma el centro de su vida. Para Eugenio, el baile es el modo de aproximarse a Carmen, pero para ella y Daniel, es la razón de sus vidas. Eugenio logra que Carmen se inscriba con él como pareja a un certamen; a pesar de que Eugenio es tan poco hábil en el baile como sí fue diestro al fútbol. Poco más hay en la cinta y aún estos personajes y estas situaciones carecen de vigor y de especialidad. Ni la construcción de los personajes ni la labor de los actores destaca en ningún sentido. Temas secundarios como la soledad, las cicatrices del pasado son apuntes deshilvanados a los que no se le ha sabido o querido sacar partido porque la cinta tiene otro mensaje que dar.

Y al final, de modo inteligente, con cierto tacto, se produce la reivindicación de la cinta, el objetivo que parece ser el vehículo conductor, la idea que Iván Pérez tenía en mente para hacer esta película, que es un prolegómeno de la reivindicación igualitaria del movimiento LGTBI. Reivindicación inteligente, hábil y discreta que toca solo el tema del prejuicio social, el estereotipo y el cliché, pero que decide no ahondar más allá. No hay reivindicación de la homosexualidad como tal, sino una apuesta decisiva a superar los usos sociales que han asignado determinados papeles al hombre y determinados papeles a la mujer.

Y en este caso, le ha tocado en el baile. La lectura deja cierta ambigüedad. Una de las cosas más incómodas de las reivindicaciones de este movimiento es que la expansión del homosexualismo político, al convertirse en hegemónico, va arrojando sospechas y embarrando esa relación entre hombres que es mera y pura y gloriosa amistad. Por eso, ciertos críticos, apóstoles LGTBI, con la mirada turbia y sucia siguen persiguiendo a Tintín y a Haddock para que salgan del armario sin que se salgan de las viñetas, lo cual es ciertamente difícil.

Iván Pérez ha tenido aquí mucho cuidado en no caer en ese error. Ha delimitado las zonas y ha dejado claro que hay relaciones entre hombres aptas para la sola camaradería, uno de los sentimientos masculinos más grandes y más nobles, lejos de los parámetros en los que se desenvuelve la homosexualidad.

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