Crítica:
Público recomendado: Adultos
En una apartada casa de retiro de un perdido pueblo costero de Chile viven cuatro sacerdotes mayores, cuidados y vigilados por una siniestra monja más joven.
Allí les han confinado sus respectivos obispos para que recen y hagan penitencia por sus graves pecados pasados: abuso de menores, colaboración con adopciones ilegales, complicidades con la sangrienta represión durante la dictadura militar… La aparente tranquilidad de este grupo singular se rompe trágicamente con la incorporación de un nuevo sacerdote, con el acoso al que les somete una de sus víctimas y con la llegada un joven cura visitador, que debe comprobar si están realmente arrepentidos.
En este su cuarto largometraje —Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín 2015—, el cineasta chileno Pablo Larraín abandona la atractiva ponderación de su anterior película, la notable ‘No’, y retorna a las tenebrosas oscuridades de ‘Tony Manero’ y ‘Post mortem’, esta vez con la Iglesia católica como objetivo de sus morteros. Como siempre, Larraín demuestra una rigurosa dirección de actores y una vigorosa personalidad visual, bien asentada en la expresionista fotografía de Sergio Armstrong. Pero es tan sórdido el tono del guion de Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, y tan truculentas sus tramas y subtramas, que pierde en veracidad y gana en desmesura su alegato, tan furibundo que no encuentra en el catolicismo ningún atisbo de humanidad. Una visión demasiado parcial y deformada como para que los títeres de su guiñol se conviertan en auténticos personajes de carne y hueso.