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El colibrí

Crítica

Público recomendado: +16

Mala

A pesar de que no recomendaría ni a mi peor enemigo la película sobre la que versa esta crítica, pido por una vez la paciencia del lector para leerla hasta el final. También por una vez, este cronista se va a centrar menos el film en sí mismo y más en las circunstancias que rodearon su visionado. A veces, todo lo bueno que se puede decir de una película es lo que pasó antes o -como en este caso- después.

Salí de ver El colibrí con un buen amigo, también cinéfilo y escritor. Aunque se trata de una tragedia en el sentido más clásicamente griego del término, salíamos riendo, lo cual ya dice mucho acerca de cómo Francesca Archibuggi consigue con su cinta el propósito que persigue. Es decir, de ninguna de las maneras. El premio a El colibrí en el pasado Festival de Cine de Roma debe entenderse, quizá, como una concesión a la veterana realizadora, activa desde los años 80, o bien como una muestra de gafapastismo ilustrado, acaso deslumbrado por la estructura anacrónica del relato. Mucho alambique y mucha pretensión para absolutamente nada que no sea maquillar un film de consistencia tan hueca como la vida de su protagonista, Marco Carrera (interpretado por el habitualmente magnífico Pierfrancesco Favini, quien resulta aquí anodino). Si algo tiene de interesante esta película que trata de “captar el sentido no lineal de la vida” (en palabras de su directora, que nos recuerdan que el infierno está lleno de buenas intenciones) es su oscurísimo final. Dado que, ante un film así, los spoilers parecen completamente irrelevantes, se puede revelar que la cinta concluye con el suicidio asistido de Carrera en la terraza de su casa, rodeado de sus poquísimos seres queridos: acaso un preludio de adónde nos puede llevar la cultura de la muerte que pugna por imponerse.

En cualquier caso, el freudianismo de folletín de este culebrón malogrado, el desigual esfuerzo de maquillaje en el avejentado de sus personajes, su pretencioso castillo de naipes temporal y la sensación de que habían sido dos horas insufriblemente eternas, consiguieron que -como decía- saliéramos riendo. Un bar mexicano próximo a los cines albergó nuestro comentario posterior sobre el despropósito que acabábamos de ver. Nos sentamos en la barra y, preguntados por la camarera -también cinéfila- compartimos con ella lo visto, y el anticipo de esta crítica que ahora leen ustedes. Preguntados por el medio, le dije que era Pantalla 90, la revista de cine de la Conferencia Episcopal. Se hizo el silencio. Con la Iglesia hemos topado. Y Ana -que así se llama ella- cambió de tema e hizo mutis por el foro. Al cabo salió Miguel, quizás el dueño del bar, y nos dijo que era ateo, y que se había enterado de que veníamos de la Conferencia Episcopal, y que qué nos había parecido Libres (Santos Blanco, 2023). Entablamos entonces con él un delicioso diálogo (más delicioso aún que los nachos que devorábamos) sobre la fe y la ornitología, el salmo 17, el cine y la Regla de San Benito. Se sumó luego Ana, que es filósofa de carrera y muchas cosas más, y seguimos hablando de Jesús de Nazaret, de Carlos Vermut, de la vida, de la muerte, de la belleza y de todas las cosas hermosas que esconden los seres humanos. Salimos tras un par de horas, en las que fuimos invitados a más de un chupito; el encuentro acabó entre abrazos y con la promesa de que volveríamos.

Salimos de aquel lugar felices de habernos encontrado con dos personas tan luminosas como Ana y Miguel, a raíz de un film completamente olvidable. Y reímos de nuevo, esta vez sobre lo fascinantes y creativos que pueden resultar los renglones torcidos de Dios.

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