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El hombre de las mil caras

Caratula de "El hombre de las mil caras" (2016) - Pantalla 90

Crítica:

Público recomendado: Adultos

La fascinación universal por las historias de pícaros, ha llevado al gran director Alberto Rodríguez a meterse a contar una compleja historia con complejo entramado y complejos personajes.

La historia de lo que ocurrió en el “Caso Roldán” y el papel que jugó Francisco Paesa, una rocambolesca historia de la baja y sucia política española de los 90.

Francisco Paesa es caleidoscópico: hombre de negocios, banquero en Suiza, traficante internacional de armas, gigoló, playboy, diplomático, aventurero, estafador y agente secreto. Un espía. Ocurre que Paesa es traicionado por el gobierno y se ve obligado a huir del país. Cuando regresa al cabo de los años, todo ha cambiado: está arruinado, es incapaz de poner en marcha cualquier negocio – su fama de timador le precede – y su relación con Gloria, su pareja en los últimos quince años, parece que toca a su fin. En estas circunstancias, recibe la visita de Luis Roldán (exdirector de la Guardia Civil), y su mujer, quienes le ofrecen un millón de dólares para ayudarles a salvar 1.500 millones de pesetas (las pesetas anteriores a los actuales euros desde el 2000), sustraídos de las arcas públicas.

Rodríguez es un director curtido en otras películas de factura impecable y justamente premiadas (La isla mínima, 2014), que en esta ocasión aborda la corrupción política y la corrupción económica a través de la óptica de dos personajes de la época: Francisco Paesa y Luis Roldán. Sinvergüenzas que pararon las rotativas de los periódicos en más de una ocasión y que, a lo largo de la película, se ocultan, desaparecen y vuelven a aparecer. Unidos por cientos de millones de pesetas provenientes de las comisiones ilegales y de los fondos reservados de Interior, y separados por un maletín lleno de documentos que el ex director de la Guardia Civil nunca suelta de su mano. Roldán cree que es su salvaconducto para negociar su futuro pero, finalmente, pasará a manos de Paesa. La única persona que salió vencedora del caso Roldán es Francisco Paesa: está alejado de la cárcel, blanqueado judicialmente y con doce millones de euros en una cuenta corriente de un banco de Singapur.

Un narrador sirve de nexo de la trama, imaginando el protagonismo que nunca tuvo un ex piloto de Iberia, Jesús Guimerá, convertido en el filme en Jesús Camoes. Empezando con la fuga de Roldán en 1994, el pasaje más trepidante y corrupto de la reciente historia de España, Rodríguez lo convierte en el guía de una trama de patio de Monipodio cervantino. Guimerá se erige en la película en uno de aquellos historiadores ambulantes medievales, que tiene la facilidad para fabular historias tanto en la ficción como en la vida real. Paesa siempre lo trató como un mercenario que ejecutaba sus órdenes sin rechistar.

El espía lo conocía desde la etapa de éste en el Batallón Vasco Español (BVE), pero jamás exhibió ante él una mueca de cariño ni de gratitud. Incluso, lo dejó fuera de las exequias como al resto de sus allegados, cuando en 1998 “se hizo el muerto” en Bangkok con una esquela publicada en la prensa por su hermana. El hombre de las mil caras permaneció desaparecido hasta finales de 2004, cuando una agencia de detectives británica lo localizó en Luxemburgo.

Rodríguez nos cuenta las múltiples facetas del personaje. Paesa espía: con el plan más brillante de la lucha antiterrorista, en la que consiguió vender a ETA dos misiles SAM-7, con unos microchips ocultos en el fuselaje, que acabó en la conocida como Operación Sokoa. Y Paesa cómplice de asesinato: su incursión en el lodazal de los GAL (crímenes de Estado) cuando intentó presionar a una testigo que iba a declarar ante Garzón. Alguien que pretendía proteger a sus jefes y amigos del Ministerio del Interior y de La Moncloa, que habían colaborado en la perpetración de 27 asesinatos, aquellos que “portaban chequera y no armas”. Así era la España de las tinieblas. Quizás a la película le falte alguna imagen del interior del complejo de La Moncloa donde entonces moraban las X del entramado, el presidente Felipe González y el vicepresidente Narcís Serra. A los que se suma un personaje que ya se movía por las sombras del poder, José Enrique Serrano, secretario general de la Vicepresidencia del Gobierno y, hoy día, convertido en uno de los negociadores del líder del PSOE en pro de la regeneración y la transparencia política.

Uno de los muchos aciertos del director es la definición de los personajes de la película, dotados de gran credibilidad: Fernández/Paesa, Santos/Roldán (el ex director de la Guardia Civil) o Coronado/Camoens/Guimerá. El trabajo de los actores es espectacular, logran meterse en la piel de Paesa, Roldán y Guimerá con acierto. Tampoco podemos olvidarnos de Marta Etura –que borda el personaje de Nieves/Blanca-, Luis Callejo, Emilio Gutiérrez Caba, Mireia Portas y Alba Galocha, en su primera película. Rodríguez, con su Hombre de las mil caras, nos introduce en un nuevo género cinematográfico. Si en la literatura existe la novela picaresca habría que convenir que Rodríguez ha logrado lo que podríamos definir como el cine de picaresca. Traslada a los personajes al patio sevillano de Monipodio y los convierte en los personajes cervantinos de Rinconete y Cortadillo. No se equivoca porque Roldán y Paesa siempre se movieron en un mundo de trileros.

Paesa tiene finalmente la habilidad de anguila: coge el dinero y corre fuera de España, sin que nadie lo impida. Y, lo más chocante, sigue en libertad hasta la fecha gastándose el botín. Roldán se equivoca cuando en varias ocasiones lo amenaza: “Está esposado a mi. Si caigo yo cae usted conmigo”. Pero la historia no acaba así: se estrella él y Paesa se queda con su dinero y con el maletín del chantaje.

Luis Roldán, patético, corrupto, finalmente perdedor, afirma “Solo hice lo que hacían los demás”. Roldán impostor, con infinito poder y ladrón de 1.900 millones de pesetas, que se limita a recordar que su caso no era insólito, que le dejaran tranquilo disfrutar de un robo generalizado porque todos estaban pringados.

Los diálogos son inteligentes, los personajes inquietantes por aquello de reales y vivos todavía, hay secuencias memorables en una trama compleja y difícil de tratar, pero que te captura. Una película buena y desigual, que merece premios, pero no llega a la perfección de su obra redonda La isla mínima donde consigue que respiremos salitre, angustia y miedo del sur ancestral por todos los poros.

 

 

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