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El pregón

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica:

Público recomendado: Adultos

Muchas cosas están bien hechas en El pregón, pero le falta un “toque”. El pregón es una historia divertida, llena de situaciones y personas que nos conmueven. Dos hermanos conocieron, dos décadas atrás, las mieles del triunfo en las listas nacionales del pop: canciones horteras sin complejos, una estética tecno de bajos vuelos, un ascenso meteórico y una caída abisal. Su vida, hoy, es completamente diferente. Separados hace veinte años, Juan (Andreu Buenafuente) dejó el grupo para malvivir como limpiador de piscinas; su lucha será reunir dinero para la ortodoncia de su hijo; Richi (Berto Romero), un auténtico “colgao”, sigue persiguiendo el sueño del éxito que se escapó de sus manos para no volver nunca. Actuaciones miserables que no le dan ni para pagar a sus músicos, y menos, la mensualidad de su habitación; los golpes de la realidad no sirven  para despertarle del sueño. Pero todo puede cambiar.

Con su relación rota, una llamada del alcalde de su pueblo (Jorge Sanz) vuelve a unir sus caminos. Son requeridos para dar el pregón de su pueblo, el único lugar donde son recordados y queridos, a pesar de las heridas y del olvido del tiempo. Y el pregón llega con una dotación económica que vencerá sus más íntimas resistencias.

La historia es muy divertida, llena de giros inesperados, muy bien entrelazados, con personajes simpáticos y momentos disparatados. Las gentes del pueblo, la vida rural que un día fue sencilla, pero donde sigue mandando la prepotencia de un alcalde sin escrúpulos, las costumbres, con la procesión de la Virgen incluida, son elementos que nos recuerdan la gloria de un determinado cine hoy olvidado.

A El pregón, decíamos, le falta un toque, un ligero toque, más relativo al modo de hacer las cosas que a los ingredientes de la película. La receta es buena, los ingredientes están todos puestos: momentos sorprendentes, risas, diálogos simpáticos, confusiones, malentendidos… Pero quizá el defecto está en un sitio que no vemos; en el instrumento que, por estar ya dado, es materialmente o casi imposible de advertir o de cambiar. Si el horno no puede alcanzar la temperatura necesaria, los mejores ingredientes se malogran. Algo de esto le ha pasado a El Pregón. Sin rodeos, ¿dónde está el problema? En la vulgaridad. El humor, los diálogos, algunas escenas lastran el conjunto por su vulgaridad. Y no es tema ideológico, no es un cine de combate, reivindicativo; el guion nos enfrenta a cosas muy cercanas y básicas: los hermanos, el hijo, la exnovia, la naturaleza, la vida de los pueblos… El asunto es el del humus, el de las propiedades del suelo en donde se siembra. Donde la mentalidad que nos envuelve es chabacana y vulgar, “somos” chabacanos y vulgares. No puede ser de otra manera.

Solo me detendré en un comentario particular de una secuencia. Seguro que en el ánimo de los guionistas está solo el de hacer pasar un buen rato y que no hay prejuicios frente a las costumbres populares religiosas; sin embargo, las mejores intenciones, con una sensibilidad gruesa, poco entrenada, genera el efecto comentado: un tratamiento vulgar. Lo que no quiere decir que no sea divertido; lo que desde luego no es, es adecuado al objeto.

Así que le pregunto al salmista: “¿A toda la tierra alcanza su pregón?” (Salmo 18). Este, ciertamente, no. Es muy difícil hacer humor para todos los públicos en una atmósfera que ha querido barrer todas las divisorias, donde la diferencia (de edad, o de sexo) se hace borrosa o sospechosa; donde lo que era privado se exhibe públicamente, y lo que es público se privatiza. Así que uno no puede dejar de sentir una sensación agridulce. Me lo he pasado fenomenal, pero no es una película que pueda ver con mi familia. Por eso, reivindico las barreras, las fronteras, las divisiones y los cercados, en una palabra, los límites. Aunque alguien la califique de “familiar”, no lo es. El tratamiento, en ocasiones, vulgar, de los temas la invalida. Llega quizá, a esa esfera, sagrada, en que uno comparte y habla, con sus íntimos, como no lo haría en la plaza pública; perder esta intimidad sería perder la humanidad. Solo ahí veo la cabida de este pregón. Y dejaría, para la plaza pública, otros pregones.

 

 

 

 

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