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El sacrificio de un ciervo sagrado

Caratula de ""

Crítica:

Público recomendado: adultos

Un matiz importante que debe aclararse es la errónea traducción del título de la película al castellano: The killing of a Sacred Deer hace referencia a “la caza del ciervo sagrado”, en referencia al mito griego del rey Agamenón, que mató a un ciervo en uno de los bosques sagrados de Atenea.

Ciertamente, el mito nos habla de la muerte del ciervo por pura soberbia, y no como sacrificio a los dioses del Olimpo. El realizador griego siempre ha tenido muy presente la mitología como principalmente fuente de inspiración, dotando a sus relatos de cierto aroma supersticioso, casi alejado de toda realidad. Así tenemos obras como Canino o la más reciente Langosta: relatos duros, cuyo núcleo de composición es siempre la relación con nuestros semejantes. Casi se podría decir que esta obra compone el broche final a una trilogía que empieza con la educación y maduración en la familia (Canino), la etapa madura en la que uno tiene que conocer a su alma gemela para engendrar nuevas generaciones (Langosta), y el momento en el que el sujeto, con un familia y una vida formada, debe tomar decisiones propias de la educación que recibió de la primera generación (El sacrificio de un ciervo sagrado). Todo, eso sí, bajo la mirada perturbada e inquietante de Yorgos Lanthimos, que de nuevo vuelve a darnos lo que queremos y nos regala una de las películas más inquietantes de los últimos años.

La trama nos presenta de un cirujano, su esposa y sus hijos, que llevan una vida feliz hasta la llegada de un joven de 16 años que llevarán a este cirujano a tomar una dolorosa decisión. El resumen temático guarda cierto parecido al de Borgman (2013) del realizador holandés Alex van Warmerdam, sin embargo los ecos de Lanthimos van desde el empaque visual y tratamiento temático al estilo Kubrick, ciertas pinceladas de von Trier, y el manejo de cámara estático y compuesto de largos travellings de Haneke. Un ejercicio malsano de retorno a la cultura clásica que no ha dejado indiferente a nadie, y que ha dividido en solemnidad a la crítica (con razón). Los más acérrimos al director griego sabemos lo que hay que esperar de él, y en esta obra cumple su cometido de someternos a una tensión constante, una desazón de conocer más detalles que los propios protagonistas de la cinta, la sensación de saber que esa atmosfera opresiva y enfermiza va a degenerar en algo realmente terrible.

Asfixia y oprime su estilo frio y desangelado, como el de un cirujano manejando con precisión un bisturí; lo grotesco no es nuevo en esta película, pues los que ya han visto más obras de Lanthimos saben que lo va a ocurrir: un nudo en el estómago e incluso malestar por lo implícito, más que lo explícito. Es difícil llegar a disfrutar con sus creaciones, pero el sentimiento de haber visto algo que merecía ese esfuerzo es innegable: es un director y guionista atrevido, voraz, descarnado, sin tabúes, preciso y elegante.

Hacía años que Colin Farrell no estaba tan a la orden del día, pero poco a poco va recuperando la forma y carácter del buen actor: aquí comedido, distante, con miradas que hielan la sangre. Una actuación muy destacable es su carrera y que lo vuelven a situar en corriente con un 2017 muy bien aprovechado. Nicole Kidman, como casi siempre, soberbia. Especial atención a la interpretación del joven  Barry Keoghan: perturbadores ademanes que dotan a su rostro de una expresión escalofriante.

En resumen, no es una película fácil, muy dudosamente la verán con placer en el cine. Sin embargo es una muestra de cine distinto, muy bien elaborado, con una dirección magnífica y unas dosificadas muestras de atrevimiento argumental. Los seguidores de Yorgos Lanthimos no se sentirán defraudados.

 

 

 

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