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El triángulo de la tristeza

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

El triángulo de la tristeza (Ruben Östlund, 2022) consta de tres partes (como un triángulo). La primera nos presenta a Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean), una pareja de modelos que discute airadamente por dinero. Ella es influencer y esto la hace la feliz participante, en la segunda parte de la película, de un viaje en yate de lujo junto a Carl y multimillonarios pintorescos. Yaya hace que Carl le tome fotos mientras sujeta un bocado de pasta en su tenedor (y luego no la come). Los acompaña un matrimonio de ancianos, vendedores de armas, que se llaman Winston y Clementine (como el de los Churchill). Una señora alemana que ha sufrido una embolia habla repitiendo una única frase: In den Wolken, «en las nubes» (como estar perdido, «en la luna»). Uno de los multimillonarios es un ruso que vende fertilizante y se hace llamar «el rey de la mierda» (por el estiércol). Es capitalista y cita a Margaret Thatcher y a Ronald Reagan (que defendieron el libre mercado). El equipo de servicio del yate, tras una reunión con instrucciones y discursos para subir el ánimo y fomentar el trabajo en grupo, vitorea «dinero, dinero, dinero» in crescendo, como posesos (porque son clase media aspiracional). El capitán del yate, interpretado por Woody Harrelson es, además de borracho, marxista (lo dice y, por si no quedase claro, está leyendo Cómo funciona el mundo, de Chomsky). Su negativa a salir del camarote hasta el día en que se pronostica una tormenta para la habitual «cena del capitán» tiene consecuencias: el yate se agita de tal forma que todos enferman y la coreografía milimétrica de Östlund define una larga secuencia de planos largos —que aquí claramente están para poner distancia moral entre el director y sus personajes (porque el director es moralmente superior)—, en la que el vómito y la diarrea fluyen de bocas, anos y retretes (porque los ricos son repugnantes). La tercera parte presenta nuevos retos, pues los personajes se ven en una situación que no saben manejar (porque son y han sido ricos, no tienen habilidades «del mundo real». Los pobres sí).

Añado los incisos entre paréntesis porque es ese el comentario audiovisual del director a los hechos narrados. Si todo parece muy obvio y, sobre todo, muy tonto, es porque lo es. Se supone que cada de una de estas situaciones es un chiste. Y no cualquiera, sino uno hilarante, agudo, irreverente. Ocho minutos de ovación cerrada tras la proyección en Cannes y el premio a mejor película dicen mucho de la audiencia y el jurado.

Östlund viene de ganar otro palmarés por The Square, otra «sátira» del mundo de los ricos, esta vez de aquellos que son parte del mundo del arte. Una tontería pretenciosa solo superada por El triángulo, que tiene la irreverencia idiota y juvenil equivalente a creerse rebelde por llevar puesta una camiseta con una estampa warholiana del Che, pero peor: inundada literalmente de imágenes escatológicas y que definitivamente no dan risa, a menos que se tenga el sentido del humor burdo, tonto y agresivo de Alexandria Ocasio-Cortez, que fue a la MET Gala con un vestido que rezaba TAX THE RICH. Una cinta que tiene tanto desprecio por sus personajes como el que tiene por su audiencia, que bien permitiría al director autoproclamarse lo mismo que el ruso, sin la fertilidad consecuente. Una más, y sí, con tristeza, para los tiempos que corren.

Narcisa García

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