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Ellas hablan

Caratula de "Ellas hablan" (2022) - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

La historia está basada en un truculento hecho real: en 2011, siete hombres de una comunidad fundamentalista de Bolivia fueron condenados a veinticinco años de cárcel, acusados de haber violado a más de ciento cincuenta mujeres de entre 3 y 65 años, después de haberlas dormido con un sedante destinado a las vacas. Por la mañana se despertaban angustiadas, cubiertas de moratones y sangre. Los jefes de la comunidad atribuían las agresiones, acaecidas durante el sueño, a un fantasma o a un demonio. Hasta que un día, las mujeres descubrieron la verdad.

Sarah Polley, en su primer largometraje desde hace diez años, adapta la novela de Miriam Toews, Women Talking, en la que narraba los sucesos que habían tenido lugar en el seno de esa comunidad.

Al inicio de la película, después que han conseguido reconocer a uno de los agresores y que este haya dado el nombre del resto de sus compañeros, las mujeres han presentado una denuncia y los culpables han sido detenidos. Pero inmediatamente, los jefes de la comunidad les exigen que retiren la denuncia y que los perdonen si no quieren ser excomulgadas y ver cerradas para ellas las puertas del paraíso. El ambiente de esclavitud en el que viven, la ignorancia en la que han crecido –sin escolarizar, sin saber leer ni escribir, incapaces ni de ubicar su lugar en un mapa– y el chantaje religioso que se ha ejercido desde siempre sobre ellas, las ha convertido en seres fácilmente impresionables y manipulables, a pesar de la indignación que las invade.

Un grupo de mujeres de la comunidad han recibido de parte de sus compañeras la misión de reunirse en nombre de todas para dilucidar qué decisión deben tomar. Mientras los hombres están fuera, esas diez mujeres con sus hijas se constituyen en asamblea en el granero de heno para tomar una resolución. Con ellas está August, el maestro de niños, el único hombre sensible y bondadoso, que levanta acta de la asamblea, de las discusiones y del resultado de la votación entre las tres opciones que se les ofrecen: perdonar y dejar las cosas como están; perdonar, quedarse y luchar; no perdonar y marcharse con sus hijos a otro lugar, hacia una nueva vida. La primera posibilidad solo es aceptada por Scarface Janz (Una Frances Mc Dormand, en un papel breve, pero impresionante), por lo cual queda inmediatamente descartada.

Se habla y se confrontan opiniones, con palabras agrias y por momentos hasta insultantes, sobre la dignidad de las personas, la fe, el derecho al respeto, al acceso a la cultura y a la libertad y, de fondo, el perdón como valor fundamental. Pero, curiosamente, en la discusión no hay ni una referencia a la necesidad de mostrar arrepentimiento, comprometerse a no reincidir y asumir las consecuencias de un delito para que el perdón pueda hacerse efectivo.

Ese grupo de personas reflexionando y discutiendo en un espacio cerrado de factura teatral nos recuerda Doce hombres sin piedad de Sydney Lumet (1957), pero, en el caso de la película de Sarah Polley, la impresión un poco claustrofóbica del espacio cerrado se consigue en pleno campo, en un granero abierto. Las palabras y los conceptos que allí resuenan tienen más efecto claustrofóbico que las paredes.

El reparto, compuesto en su mayor parte por mujeres de edades dispares, desde niñas a ancianas, lleva a cabo un magnífico trabajo. Además, estéticamente la película es muy bella, con una buena partitura de la islandesa Hildur Guðnadóttir y una excelente fotografía de Luc Montpellier, que maneja una paleta de colores saturados, al límite del monocromo, hasta el punto de que a veces casi se diría que se trata de fotografía en blanco y negro.

Es una película casi exclusivamente discursiva, y aunque con algunos diálogos que suscitan la reflexión sobre las cuestiones de hondo calado que tratan, puede acabar resultando excesivamente plana para muchos espectadores.

Mariángeles Almacellas

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