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Fortuna

Caratula de "Fortuna" (2018) - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +16

Magnífica segunda película del fotógrafo y cineasta suizo Germinal Roaux. En un impecable blanco y negro –precisamente Roaux es un famoso fotógrafo de blanco y negro- Fortuna nos cuenta la historia de Fortuna (Kidist Siyum Beza), una niña etíope inmigrante que, tras perder la pista de sus padres en la costa italiana, termina en un hogar para refugiados en las instalaciones de un monasterio en los Alpes suizos, de la Congregación Hospitalaria del Gran San Bernardo. Fortuna está muy sola, y descubre que está embarazada de un hombre mucho mayor que ella. Profesa una gran fe y confía a la Virgen su angustia. Frente a los protocolos inmediatistas de los servicios sociales, la comunidad de los cinco religiosos, encabezados por el abad Jean –último trabajo del gran actor Bruno Ganz antes de su fallecimiento- van a apostar por Fortuna y su bien.

Esta película es un portento, tanto en el plano estético como humano. Está atravesada de una gran delicadeza, tanto al afrontar el drama personal de esta introvertida muchacha y su honda religiosidad, como al tratar las disyuntivas que tienen que discernir los religiosos. En este sentido, el film recuerda a De dioses y hombres (Xavier Beauvois, 2010), dado que describe una comunidad de monjes orantes que tienen que afrontar una situación inédita que parece romper el modo de vida que han elegido. En ambos casos, el seguimiento de Cristo y del Evangelio, les va a llevar a tomar decisiones que sólo aparentemente se alejan de su vocación inicial. La caridad entendida en su sentido profundo es el criterio último que va a determinar las acciones de la comunidad. Se subraya la importancia de hacer las cosas “juntos”, como comunidad cristiana.

Formalmente es una película impecable, que recuerda a Ida, del polaco Pawel Pawlikowski (2013). Una cinta lenta, minuciosa, en la que cada fotograma es una magnífica instantánea, capaz de retratar lo intangible, el alma de los personajes. Parco en diálogos, el film pone su peso en la fuerza de las imágenes, y en unos paisajes infinitamente blancos que enfatizan la soledad de una muchacha, que como ella misma declara, no puede seguir viviendo sin amor. La blancura del paisaje coincide con la extrema inocencia de Fortuna, incapaz de ver maldad incluso en la relación sexual que Kabir ha mantenido con ella. Esa ingenuidad está representada en el polluelo que Fortuna cuida y cuyo desenlace habrá que entender como una metáfora de la maduración de la niña. La nieve que continuamente cae sobre el monasterio sugiere esa purificación que lava el mal y anuncia una nueva primavera.

No podemos perder de vista la enorme actualidad de un film que muestra el protagonismo de la Iglesia en lo que a acogida de refugiados e inmigrantes se refiere, y que a la vez ilustra la extrema necesidad humana en la que se encuentran tantos desplazados que se quedan sin nada en la búsqueda de un futuro mejor. También, como en la citada película, la acogida de musulmanes en esta comunidad católica se muestra con enorme naturalidad y humanidad. Una película redonda.

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