Crítica
Público recomendado: +18
Durante estos días de cuarentena, se estrena en Movistar +, una interesante y dura película de Israel, que fue precandidata a los oscars 2020. En ella nos cuentan con detalle el año en el que fue asesinado el Primer Ministro israelita, Yitzhak Rabin (1922-1995). Y lo hacen desde el punto de vista de su asesino, un joven estudiante de leyes y devoto ortodoxo judío, llamado Yigal Amir.
La película es una experiencia documental sobre dicho asesinato, escalofriante y valiosa al mismo tiempo. Escalofriante por ver cómo un joven va convenciéndose, poco a poco, de que cometer un asesinato, es “lo mejor” para el pueblo judío. Y valiosa por permitir al espectador acercarse al conflicto israelí-palestino desde la piel de un estudiante de derecho. En este sentido, la película plantea la responsabilidad implícita de muchos rabinos, que quizás incitaron al joven Yigal a la violencia; bien diciéndole palabras ambiguas que pudieran malinterpretarse, bien no condenándola con claridad y contundencia.
El conflicto entre Israel y Palestina es por la propiedad de unas “tierras concretas”, según la ley judía, que Dios mismo entregó al pueblo judío, la llamada: Tierra Prometida. Defender estas tierras es para algunos, una obligación divina incluso a costa del uso de la violencia. Mientras que, para otros, la espiral de violencia solo genera más violencia. Como le dice el propio padre a Yigal en una discusión días antes del atentado, ¿de qué sirve la Tierra Prometida para un pueblo que lucha entre sí y está dividido por la violencia?
Desde un punto de vista cinematográfico la película logra meternos dentro de la historia, mezclando imágenes reales de archivo con precisión y eficacia. Eso, junto al uso de la cámara en mano, planos secuencias y un marcado punto de vista del protagonista, provocan una experiencia de identificación en primera persona. El director es el judío, educado en Estados Unidos, Yaron Zilberman (El último concierto).
En cuanto a la construcción de los personajes, las tramas no pretenden dar una imagen parcial de los hechos, sino más bien se aleja del maniqueísmo y plantea interesantes matices tanto en los hechos, y sus motivaciones, como en las acciones de los personajes. Esto enriquece la historia y genera un contexto humano y familiar poderoso y aterrador al mismo tiempo. Como le dice el padre: el estudio de la Torá, el texto que contiene la base del judaísmo, no es un camino de fanatismo y crueldad. La redención, la salvación, no puede venir del asesinato. Entonces “¿cómo vendrá la redención?” – replica el hijo. “Orando”, le respondo el padre: “Es hora de que las puertas de la Misericordia de Dios se abran…”.
Más allá del aspecto religioso se plantean una serie de preguntas existenciales, filosóficas y morales de gran altura. En este sentido recuerda a la impresionante conclusión de Mark Lilla en su libro Pensadores temerarios: “La era de las grandes ideologías dominantes quizás haya acabado, pero (…) el riesgo de sucumbir a la seducción de la idea permanecerá vivo. Y también seguirá vivo el riesgo de abdicar de nuestra verdadera responsabilidad, que es la de dominar el tirano que llevamos dentro”.
En definitiva, una película sobre el conflicto israelí-palestino que logra su objetivo: transmitir un mensaje didáctico sobre la dolorosa historia del pueblo judío. Aún así, requerirá un pequeño “cineforum” posterior para aclarar conceptos como: la relación entre religión y violencia, su relación con el poder, la separación entre Estado e Iglesia o cómo las emociones y la mente deben ser educadas con atención, afecto e inteligencia a la vez que la fe. Eso sí, no apta para menores.