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Instinto Maternal

Caratula de "Instinto Maternal"

Crítica

Público recomendado: Adultos

Hay películas que en sus primeros momentos parecen tener un carácter determinado y que paulatinamente van adquiriendo otro. Es el tono de Instinto maternal, del realizador belga Olivier Masset-Depasse (Cages, Illegal, Santuario -sobre ETA…), que ha sabido forjar, con buen pulso, de principiar una historia familiar a llevarla a una del mejor suspense.

Alice (Veerle Baetens: El veredicto, Alabama Monroe, Loft…) y su marido Damien (Arieh Worthalter: Marie Curie, Razzia, Eternité…) viven en un chalé adosado al de sus amigos Simon (Mehdi Nebbou: Nosotros los monstruos, Vivir sin parar, Fuerzas especiales…) y Céline (Anne Coesens: El secreto, Animal, Como un león…). Théo (Jules Lefebvre: primer largo) es hijo de los primeros y Maxime de los segundos. Ambos son de edad similar. Un día jugando Máxime se precipita al vacío y muere. Desde ese momento, las relaciones entre las parejas, principalmente entre las mujeres, se tornan y complejas y empiezan a distanciarse.

Con economía de planos, el director belga demuestra conocer su oficio, como vemos en la escena de la muerte y en el posterior duelo de los padres del niño y de la otra pareja. El protagonismo de las mujeres es crucial y ambas ofrecen un derroche interpretativo de calidad, que tiene a Veerle Baetens como mayúsculo exponente gestual. La banda sonora de Frédéric Vercheval se adecúa al suspense y tirantez con que se van desarrollando los acontecimientos.

Es raro ver un thriller psicológico de factura francófona y de tanta inventiva como observamos en Instinto maternal, que mantiene en vilo hasta los momentos finales, gracias al guion de Olivier Masset-Depasse y Giordano Gederlini, que han optado, junto con el director, a poner en entredicho las relaciones humanas más aparentemente consolidadas, donde hay escasa, muy escasa, cabida para el perdón y la reconciliación.

En este sentido, el factor religioso, que observamos en el funeral de Máxime, en una iglesia católica y como se santigüan los personajes, no va más allá de ser una tradición que en nada parece afectarles, si nos atenemos a sus planteamientos posteriores. Ni siquiera se cuestionan sobre el sentido de la muerte del pequeño ni piden explicaciones a Dios (que sería el resultado de abrir su herida lacerante).

Este proceder viene siendo habitual en el cine francés, salvo raras excepciones, como Los chicos del coro o Cartas a Dios. Con muy buen cine social, continúan fundamentando sus logros en un laicismo rampante, fiado solo a su buenismo y, en consecuencia, cerrado a la trascendencia.

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