Crítica:
Público recomendado: Jóvenes
La nueva adaptación de la novela cumbre de Charlote Bronte, Jane Eyre, es un delicioso drama que cuenta con un valor añadido frente a la docena de adaptaciones cinematográficas anteriores: su intimismo.
El director japonés Cary Fukunaga consigue meter al espectador en la Gran Bretaña victoriana alejada del esplendor de la city para adentrarse en el campo, en la soledad de las mansiones inglesas, en el frío de la orfandad, en la soledad de la mujer incomprendida ávida de amor. Se hace patente la descripción del director de lo que ha querido hacer con su película: “un romance sin ser un filme romántico, una película de época sin ser sólo una película de época”. Y todo ello lo logra estructurando toda la película en torno a Jane Eyre, a lo que ve, a lo que vive y a lo que siente. Es la historia de una mujer en constante movimiento desde la quietud más pasmosa. La heroína de este drama de época, alejado del oscurantismo y la sordidez de otras adaptaciones, es una mujer tan incomprendida y maltratada en su infancia, con cierto grado de altivez y misterio, que dejan patente su sed de amor y conocimiento.
Película redonda en torno a intimidad, Fukunaga consigue adentrar al espectador en el torrente de emociones que transmite a través de tres elementos esenciales, la contemplación, la introspección y la contención. Y estas tres herramientas narrativas se logran gracias a las impresionantes interpretaciones de Michael Fassbender y Mia Wasikowska, sobre todo esta última, que logra vencer a sus propias emociones en cada escena. Los secundarios, por su parte. Judi Dench y Jamie Bell, son los que más desatan sus emociones, los que más se permiten sentir, dentro de un temperamento profundamente inglés.
En definitiva, la grandísima novela, Jane Eyre, consigue en esta maravillosa adaptación un propósito claro, que el espectador empatice con una mujer que lo único que quiere es ser amada y amar, vivir y admirar cómo viven los demás, buscar, aprender, conocer. Ser, en definitiva.