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Karen

Caratula de "Karen" (2021) - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +7

La escueta duración de Karen, apenas un largometraje con sus 65 minutos de duración, hace intuir que no se trata de un film para el gran público.  Es, más bien, un ejercicio metafílmico, en fondo y forma, apto para cinéfilos, cinéfagos y especies afines. Entre otros motivos porque se trata de una obra deudora de un clásico inolvidable: Memorias de África (Out of Africa, Sydney Pollack, 1985), también centrado en la figura de la escritora danesa Karen Blixen. Sin embargo, todo lo que allí era épico, poético y grandioso queda aquí reducido a la otra cara -tal vez la más predominante- de la historia de Blixen. La versión de María Pérez es mucho más intimista, mínima, cotidiana hasta el extremo de hacernos testigos de las micciones de ambos protagonistas. Los encuadres resultan repetitivos y los diálogos prosaicos, aunque giren en torno a Dios y al resto de temas que mueven al ser humano en general y a la mujer en particular: la maternidad, el amor que no llega, la necesidad de una compañía, la dolorosa dependencia de la belleza.

No disminuye en ningún momento el protagonismo de Karen (Christina Rosenvigne) siempre en campo pero a menudo desenfocada cuando aparece sola, cuando su amargura amenaza con descorazonarla. Allá donde comparte plano con su inseparable criado Farah (Alito Rodgers Jr.), sin embargo, la danesa parece contagiada de la profunda humanidad del somalí, que le hace resintonizar una y otra vez con la suya propia. De pronto, el inesperado final produce un extrañamiento grande en el espectador, desbarajusta la ficción dominante hasta el momento, y se alinea con los formatos del (falso) documental y el ensayo audiovisual, predilectos de la directora. Así, el epílogo del film recuerda a aquel otro, tan desconcertante por ser a un tiempo metafílmico y metafísico, de El sabor de las cerezas (Ta’m e guilass, Abbas Kiarostami, 1997). La obra maestra de Kiarostami, una película cuya prosaica repetición acaba por devenir lírica, es también uno de los más bellos exponentes del estilo trascendental; un modo de hacer cine al que el largometraje de Pérez se aproxima, aunque sin abarcarlo de lleno. No es que falte el elemento religioso: este permea todo el film desde la misma secuencia inaugural, que muestra a Farah rezando hacia la Meca. Karen, por otra parte, hablará a menudo del destino para referirse a la presencia de Dios en su vida, de modo fiel al legado literario de la propia Blixen. Sin embargo, la secuencia final aquí no es tanto invocadora del sentido trascendente como reveladora del poder ideológico del cine. Un arte capaz de generar mitologías modernas donde no hubo más que una existencia común y corriente, hecha del suceder de los días iguales, de una compañía que sostiene y de un conjunto de interrogantes que se responden solo a medias. El personaje al que da vida una insuperable Mery Streep en la cinta de Pollock y aquel que encarna una Christina Rosevigne al borde de la desgana, están tan distantes el uno del otro como el deseo del destino, como el mediocre del héroe. El abismo insalvable entre ambas interpretaciones evidencia un sobresaliente ejercicio de deconstrucción de una leyenda fílmica, a través del cual se demuestra la capacidad del cine para generar imaginarios.

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