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La ley del mercado

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica:

Público recomendado: Adultos

El cine social francés siempre ha sido una fuerza de choque contra  los excesos del capitalismo, en muchas ocasiones desde planteamientos ideológicos, pero con algunas propuestas —las menos— en las que sobresalieron aspectos de la naturaleza humana proclives a acoger y compadecerse por los demás.

Con distintos matices, es en el primer escenario donde se mueve La ley del mercado, último filme de Stéphane Brizé (No estoy hecho para ser amado, Entre adultos, Mademoiselle Chambon…).

Con guión del propio Brizé y de Olivier Gorce, narra retazos de la vida de Thierry (Vincent Lindon: Ningún escándalo, Phillipe Lioret, Welcome…) y de su familia (su mujer y su hijo discapacitado). Tras perder su trabajo, desecha seguir litigando con la empresa que le despidió y decide separarse de los compañeros que optan por seguir en la lucha. En este sentido, observamos el rasgo de enfrentamiento y desconfianza que hemos vistos en otros filmes similares realizados en el país vecino, los cuales certifican el carácter combativo propio del país que ha abanderado distintas revoluciones sociales a la lo largo de los últimos siglos.

En las entrevistas que hace Thierry —que es mayor de 50 años—  en las oficinas de empleo, el filme nos muestra las discordancias que hay también en Francia, como en España, entre la profesión ejercida anteriormente y el reciclaje formativo que reciben los trabajadores.

Las dificultades económicas para llegar a final de mes y, principalmente, el mantenimiento y educación del hijo discapacitado del matrimonio (Matthieu Schaller) les llevan a vender enseres (la roulotte) y a intentar refinanciar su hipoteca.

Parece que sus estrecheces llegan al final, cuando ingresa en la plantilla de una gran superficie, donde ejerce como controlador en planta y en la cabina de cámaras de seguridad para vigilar posibles sustracciones de clientes y, también, de empleados. Un suceso luctuoso con uno de los compañeros, le llevará a plantearse el dilema moral en sus actuaciones de una parte de sus obligaciones laborales.

Algunos tramos de la película adolecen de ensimismamiento excesivo que supera otras propuestas cinematográficas francesas al uso, alejadas históricamente de los efectismos del cine norteamericano. Con todo, hasta las clases de baile de salón a las que asisten Thierry y su mujer, subrayan la naturalidad en las actuaciones de los protagonistas (reseñar la del hijo discapacitado), especialmente del principal, Vincent Lindon, por cuyo papel ha recibido distintos reconocimientos, con los que acrecienta su brillante faceta interpretativa tras varias décadas.

La ley del mercado sensibiliza sobre las tropelías cometidas por empresas en tiempos de crisis y el rechazo de los trabajadores a asociarse para defender sus derechos. Pero —como dirá uno de los funcionarios a Thierry: “Las empresas son las que contratan” — unos y otros deben convivir en un proyecto común, la empresa, y no sirven posturas enfrentadas y desconfianzas permanentes. Son determinantes la colaboración, los acuerdos y, algo inexistente en bastante cine ideológico, que censura aspectos de nuestra naturaleza, como es el querer el bien del que está a nuestro lado, sea quien sea: trabajador o empresario.

 

 

 

 

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