Crítica
Público recomendado: +16
La gran Pauline Kael, una de las mejores y más importantes críticas de cine de la Historia, se jactaba de escribir sus textos tras haber visto las películas una sola vez. Amaba el cine que conecta directamente con los sentimientos del espectador, aquel que nos hace sentir, como adultos, la fascinación que experimentábamos de niños ante la gran pantalla. Cuesta intuir qué hubiera escrito ella sobre una película de segundo visionado, pero de acción inmediata, como es La quimera. Sabemos que, aunque reconocía que era una película importante, no le gustó demasiado Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954), film con el que dialoga el de Alice Rohrwacher a varios niveles, desde la presencia de Isabella Rossellini —hija de Roberto Rossellini e Ingrid Bergman, respectivamente director y protagonista de aquel— hasta la misma concepción de algunos planos, pasando por el protagonismo simbólico del arte y, cómo no, por la historia de amor de fondo. Si allí se nos narraba el reto de un matrimonio en crisis, aquí la crisis existencial del protagonista Arthur (magnífico Josh O’Connor) reside en que el amor de su vida, Beniamina (Yile Vianello), más que fría y distante, se encuentra al otro lado de la muerte. A pesar de sus reticencias iniciales, el regreso de Arthur a un chamizo anexo a la casa de Flora (impecable Rossellini), madre de su amada Beniamina, supondrá también el reencuentro con su grupo de tombaroli, es decir, de saqueadores de tumbas, siempre en busca de tesoros ocultos a los ojos de los hombres con los que enriquecerse, pero siempre haciendo que, al final, se lucren otros.
Dicho lo cual: La quimera no es solo una excelente película; es lo que toda película debería ser: una experiencia. Un film confuso, bellísimo, gozoso y triste a un tiempo y que, como la vida, genera más interrogantes que respuestas. Puede ser que lo inusual de una propuesta compleja que muestra desde el inicio sus múltiples capas de significado apabulle de entrada al espectador. Tras unos minutos, sin embargo, no hay más remedio que dejarse llevar por el mosaico de las imágenes que propone Rohrwacher, en sus diferentes texturas de celuloide, que jalonan el cambio de lo «real» (en 35 mm), a lo poético (16mm) o lo onírico (rodado en Súper 16). No se trata, sin embargo, de cambios de formato vacuos, generados para el mero lucimiento de la autora —como comienza a ser habitual en ciertas producciones del cine de autor— sino de variaciones que constan de un sentido narrativo y afectivo, cuyo significado profundo se percibe más con la sensibilidad que con la cabeza.
La quimera, más aún que las otras dos hojas de lo que parece ser un tríptico compuesto también por Le meraviglie (2014) y Lazzaro felice (2018), conecta con lo mejor del cine italiano: con Rossellini y su neorrealismo, ya citado; con el realismo mágico de De Sica; con el esperpento felliniano —incluso sorrentiniano, si se quiere—, o con la obra Ermanno Olmi, aquel gran humanista. Sus personajes, como los de este, resultan por lo general rayanos en la inocencia ontológica a pesar de sus robos o sus excentricidades, regalan al espectador un punto de esperanza en el ser humano; esperanza que, por otra parte, no puede estar exenta de un idealismo tan indomable como el del Arthur, cuya mirada cansada jamás deja de encontrar la belleza por todas partes, de ver con «los ojos de las almas» más que con los de los hombres. Su creencia en la utopía no evitará que sea despojado —o se desprenda libremente— de todo lo material que rodea su vida, de todo vínculo humano incluso. Pero esa renuncia, ese silencio —que recuerdan casi a los de un cartujo— acabarán por ser coronados en los últimos planos de un film que, sin estridencias, abandona voluntariamente el realismo mágico para entrar de lleno en el dominio de la trascendencia.
Rubén de la Prida
https://youtu.be/eXOBE93FC6Q?si=bdutEDKtqN5yPbUj