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La virgen roja

Crítica

Público recomendado: +18

El asesinato de Hildegart Rodríguez Carballeira a manos de su madre Aurora, el 9 de junio de 1933, fue un suceso que conmocionó a la sociedad de la Segunda República. La asesina, juzgada y condenada, entró primero en la cárcel pero, dada su enfermedad mental, fue trasladada al sanatorio psiquiátrico de Ciempozuelos, en Madrid, donde fallecería en 1956.

Hildegart había sido concebida y educada por su madre Aurora, firme defensora de la eugenesia, para ser una mujer perfecta, el modelo de mujer del futuro, llamada a defender la causa de liberación femenina. Para ser su «colaborador fisiológico en la gestación», Aurora escogió a un sacerdote para que no pudiera jamás reclamar derechos sobre la criatura.

Fue una auténtica niña prodigio, antes de los tres años, ya sabía leer y escribir y a los ocho era capaz de hablar seis idiomas; fue a la universidad y se licenció en Derecho con la máxima calificación, pero no pudo ejercer porque no había ni alcanzado la mayoría de edad. Contaba solo 18 años cuando murió y ya había publicado dieciséis libros y un sinnúmero de artículos en diversos periódicos. Sus estudios sobre la educación sexual, el control de natalidad, la esterilidad o el divorcio tuvieron resonancia internacional. En su actividad política, fue militante del PSOE, pero, decepcionada por la falta de coherencia entre palabras y hechos, se pasó al Partido Federal Republicano.

Hildegart era una réplica exacta de la voluntad de su madre, pero cuando empezó a sentir deseos de libertad, y se enamoró de un joven político, Aurora vio que perdía el control sobre su obra y decidió matarla.

El hilo argumental sigue la relación entre Aurora y su hija, a la que manipula como si fuera una marioneta objeto de experimento científico y cuyo destino tiene minuciosamente trazado. Controla hasta el más mínimo detalle de su existencia, con un horario rígido y todas las actividades reguladas —alimentación, horas de sueño, lecturas concretas, clases, deporte…—, siempre aislada totalmente de la vida real, con la exclusiva compañía de la madre. Todo lo que sabe lo ha aprendido de su madre y de los libros; fuera de esa teoría, el único nexo con la existencia cotidiana de las personas es Macarena, la criada, que será quien la ayude a disfrutar de las primeras sensaciones de enamoramiento.

Hay tres elementos transversales que, a lo largo de la película, aparecen de forma recurrente y van expresando el sentido de la historia. El primero de ellos es el poema «No sufráis», de William Shakespeare, que recitan madre e hija repetidamente y que encierra la idea que Aurora quiere inculcarle a su hija sobre el varón y las relaciones con él: la mujer debe ser libre y disfrutar de la vida sin atarse a ningún hombre [«No sufráis, niñas, no sufráis. / Que el hombre es un farsante. / Un pie en la tierra, otro en el mar. / Jamás será constante. / ¿Por qué sufrir? ¡Dejadles ir!/ Y disfrutad la vida].

Los otros dos elementos son el reflejo de la paranoia de Aurora, que crece por momentos. Uno es el cambio de percepción de Aurora viendo a su hija: súbitamente, mientras está hablando con ella, la imagen de Hildegart adulta se transmuta en la niña que fue, obediente y dócil, totalmente centrada en las enseñanzas y directrices de su madre. Tal transformación expresa el temor que está empezando a brotar en el interior de Aurora de que su obra pueda revelarse y escapársele de las manos.

El otro es la imagen mental de la escultura perfecta que Aurora está creando con su hija. A medida que va percibiendo fallos en su obra de carne y hueso, es decir, cuando intuye que Hildegart se va afirmando como un ser con personalidad propia y se distancia, por tanto, de la figura que ella como única artífice ha esculpido, la figura se resquebraja: primero el pecho, a derecha e izquierda, después el sexo y finalmente la cabeza. Es una premonición de los disparos con los que va a matarla, en el corazón, en el sexo y en la cabeza.

En el cine de Paula Ortiz, los personajes siempre acaban imponiéndose a las historias, por muy potentes que estas sean. En este caso, el personaje cinematográfico de Hildegart está por encima de la historia real de Hildegart Rodríguez Carballeira. Ella es la historia. La cineasta la ha trazado desde dentro, desde lo que piensa y siente, no desde el exterior, con lo que le acontece. Lo importante de Hildegart en la película es su identidad personal, su mundo afectivo, sus dudas y sus compromisos sociales; cómo en la experiencia del enamoramiento se va descubriendo a sí misma y se replantea algunas certezas que le había imbuido su madre. Frente al desprecio por el varón, propio de Aurora, Hildegart se muestra tajante: «Los hombres no son nuestros enemigos, madre; niegas la humanidad, niegas a las mujeres, las odias, niegas que sintamos y no hay revolución posible sin amor».

Paula Ortiz, junto a los guionistas Clara Roquet y Eduard Sola, han hecho del personaje de Hildegart lo que Aurora no supo hacer: una mujer libre. Cuando su madre le dice airada: «Eres mía», Hildegart le responde con decisión: «Yo no soy de nadie A partir de ahora soy libre».

Es magnífica la ambientación de la película, la recreación de época, los decorados y el vestuario. La algarabía alegre de las gente por la proclamación de la República está muy conseguida, así como las reuniones del partido socialista en lo que se reconoce como la biblioteca del Ateneo de Madrid. Pero Paula Ortiz vadea muy bien la situación para no levantar ampollas sobre las dos Españas y limitarse a mostrar cómo en ese contexto histórico la mujer estaba relegada hasta el punto de que no hubiera baños para mujeres, no pudiera cobrar un cheque a su nombre, ni tuviera prácticamente representación en los actos de partido.

La cámara se acerca tanto a los personajes en primeros y primerísimos planos, que el espectador puede penetrar en su más recóndita intimidad. El trabajo actoral es muy bueno, especialmente las dos protagonistas, Najwa Nimri (Aurora) y Alba Planas (Hildegart), espléndidas ambas; pero también están magníficos Patrick Criado (Abel Velilla), Aixa Villagrán (Macarena) y un irreconocible Pepe Viyuela como el periodista Eduardo de Guzmán, que llegará a ser protector, mentor y amigo de Hildegart.

En el guion impecable de los citados Clara Roquet y de Eduard Sola, cada escena tiene su razón de ser, hace avanzar la acción y mantiene expectante al espectador. Pero, si toda la película tiene la calidad propia de las obras de Paula Ortiz, hay una escena especialmente hermosa en la que la tensión crece por momentos, cuando Aurora asiste al concierto de Pepito Arriola y comprende la trampa que le han tendido para alejarla de casa. Vemos alternativamente las pisadas lúgubres de Aurora con su traje negro, y los pasos alegres de Hildegart con sus zapatos y su vestido rojo pasión; ambas van regresando a casa entre las luces y las sombras de la noche desierta de Madrid, presagiando un desenlace fatal.

Una película redonda, maravillosa, en la que la macabra historia de Hildegart Rodríguez Carballeira, vista a través del ojo de la cámara de Paula Ortiz, sin perder nada de su autenticidad, adquiere tonos poéticos, matices éticos y sensibilidad humana.  

Un deleite para cinéfilos.

Mariángeles Almacellas

https://www.youtube.com/watch?v=2QlsIR5FJXE

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