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La zona de interés

Crítica

Público recomendado: +18

 

 

Si, por un imposible, el infierno fuera un lugar físico, y uno pudiera habitar una casa ante sus puertas, nadie duda de que se trataría de una experiencia aterradora. Incluso aunque los ojos no lo vieran, aunque fueran tan altos los muros de la finca que solo se alcanzase a ver una llamarada ocasional —o se la viera reflejarse en los vidrios de las ventanas— el oído sería suficiente para barruntar los alaridos de los condenados, la maldad de los demonios, el odio infinito. Aunque sobre las puertas del Abismo —lo dice Dante y hay que creerle— figura la inscripción «los que nos cruzáis, abandonad toda esperanza», cabe la duda razonable de si no se extendería la sentencia a una vida ante su umbral. Sea como fuere, no cualquiera podría habitar allí, ni aunque fuera —pongamos— una casa con piscina, próxima a un hermoso río; ni aunque se plantasen allí toda suerte de flores a las que les llegase aún la hermosura de Aquel que hace bellas todas las cosas, que «hace salir el sol sobre justos e injustos». A un metro del infierno, todavía alcanzaría allí Su mirada, aún sería posible, si se quisiese, imitar al mismísimo jardín del Edén. Pero ¿quién podría ser su inquilino?

En esta obra memorable que es La zona de interés, Jonathan Glazer da respuesta a la pregunta. Mucho se habla en las críticas del film sobre Hannah Arendt, la judía filósofa que afirmaba no serlo, y que planteó la tesis sobre la banalidad del mal en su libro «Eichmann en Jerusalén». En efecto, el relato que hizo Arendt sobre el proceso al artífice de la Endlösung —la aniquilación de todos los judíos que habitaban los dominios del Tercer Reich— decepcionó a muchos. Allá donde se hubiera esperado que Arendt hablase sobre personajes tremendamente malévolos, inteligencias retorcidas de sadismo patológico, personajes ávidos de sangre y crueldad a lo Hans Landa en Malditos bastardos (Inglorious Basterds, Quentin Tarantino, 2009), la pensadora emitió un juicio mucho más prosaico: Adolf Eichmann había sido un buen padre de familia, un marido razonable, un perfecto burócrata. Si el mal podía ser banal, debía poderse encarnar en las ojeras de un ciudadano corriente. Como lo era también Rudolf Höss (Christian Friedl), que le leía por la noche a sus hijas Hänsl y Gretel hasta que se dormían; como lo era su mujer Hedwig (terrible y gloriosa Sandra Hüller), solícita matriarca que trata de construir su nido con vistas a los barracones de Auschwitz. No vale la pena incidir en lo que ya han comentado otros. El film de Glazer se estudiará en las escuelas de cine por llevar hasta el extremo la definición que hiciera el teórico del cine Michel Chion del oído como «el órgano del miedo». Posiblemente desde El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) nadie había hecho un uso tan innovador y maldito, tan consecuente, de los ruidos llamados acusmáticos, aquellos que infunden pavor porque no se sabe de dónde proceden. Pero esta habilidad formal, tan llamativa, no es en absoluto gratuita, es parte de la respuesta a la pregunta de arriba. ¿Quién podría escuchar, día y noche, los gritos, los disparos, los cascos de los caballos del otro lado del muro, y no volverse loco?

La respuesta que querríamos darnos es: quien ya lo estuviera. La que da Arendt en otro libro suyo, mejor aún y menos célebre que el anterior —«Sobre el mal»— es mucho más demoledora: usted y yo, a no ser que vivamos el día a día con una esforzada conciencia de quiénes somos. Afirma Arendt que quienes no fueron conniventes con el régimen de Hitler no fueron aquellos que sabían que eso no se debía hacer. Todos lo sabían. Fueron quienes, sencillamente, no pudieron hacerlo, porque hubiera sido superior a sus fuerzas entrar internamente en aquel inframundo. Sobreponerse a la banalidad del mal no es un asunto de cabeza ni de razonamientos: es un tema puramente afectivo. No entraron al juego solo quienes fueron incapaces de no ver en el otro una dignidad más grande que la vida, aunque el mundo entero gritara en contra. Es en este punto, por cierto, donde Glazer deviene especialmente espinoso: a través de una mirilla hacia la que parece estar mirando Höss cuando fija sus ojos sobre la cámara, se ve a las solícitas limpiadoras de Auschwitz en la actualidad; bruñendo los hornos crematorios, sacando lustre a las galerías, barriendo la zona de las duchas, pasando la aspiradora por delante de los trajes, las maletas, los zapatos de quienes allí perecieron. La banalidad del mal, que nos hace acostumbrarnos a él, requiere, sobre todo, de un corazón anestesiado. No me interpreten mal, no me refiero (ni se refiere Glazer) al de las empleadas del campo devenido museo; sería, de nuevo una respuesta demasiado fácil, porque apunta a otros cuando es uno el interpelado.

Uno de los efectos portentosos de La zona de interés es conseguir que no se mueva una mosca en la sala tras los créditos finales; hacer que el espectador salga cabizbajo a pesar del film fascinante que ha visionado, interrogándose sobre lo que acaba de presenciar. Tratando acaso de hallar un resquicio a la esperanza a lo largo del metraje. Lo hay. Son las arcadas de Rudolf Höss tras una gélida llamada telefónica con su esposa. A pesar de todas las cosas, estamos bien hechos. Y no hay mal que nos pueda desheredar de ello.

Rubén de la Prida

https://youtu.be/uXKZPfvF-mg?si=evy8stsA1z8GExHm

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