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Licorice Pizza

Caratula de "Licorice Pizza" (2021) - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +16

En la obra de P. T. Anderson (Boogie Nights; Magnolia; Pozos de ambición) la manera en la que los personajes se conocen por primera vez es determinante. Se trata de encuentros entre personas que se vinculan al instante y de cómo los seguimos en sus interacciones. En El hilo fantasma, Reynolds Woodcock y Alma se miran a través de los comensales en un pequeño café y, en Punch-drunk love, Lena aparece en la vida de Barry de la misma manera repentina como lo hace el piano que dejan en medio de la calle. Así, en Licorice pizza (2021) se nos presenta a una chica, Alana (Alana Haim, de la banda Haim), abordada por un chico, Gary (Cooper Hoffman, hijo de Philip Seymour Hoffman) en su colegio. Ella, de 25 años; él de 15. Él está allí para que le tomen una foto y ella trabaja para la empresa que las toma. Ella sujeta un espejo con ambas manos frente a sí para que él se peine. En un juego de reflejos que se repite a lo largo de la cinta —a menudo por la puesta en escena y planos que permiten verles en cristales, ventanas, espejos retrovisores—, Alana y Gary serán el reflejo inverso el uno del otro.

Como en películas anteriores, Anderson subraya, mediante el uso del color, la complementariedad que surge de sus parejas protagónicas: en Punch-drunk love, Barry y Lena se visten con colores opuestos y complementarios, azul y rojo brillantes, hasta que se unen, y el propio paisaje adquiere tonos violeta. Alana y Gary van de azul claro y tonos rojizos, terracotas, más apropiados para los años setenta en los que transcurre la historia. Una escena ingeniosa, sutil, en la que se presenta este revés integrador de la pareja, nos muestra a Alana en casa con un golpe de azul cielo en el encuadre (la bocina de su teléfono) y a Gary vestido de tonos tierra, cálidos y rojizos, que se extienden por el plano en el fondo que lo enmarca (su casa). Se llaman pero no se dicen nada. Ambos saben bien quién está del otro lado de la bocina.

Estructurada como episodios, con un ritmo relajado y divertido propio de un verano adolescente, Licorice pizza deja que sean los personajes los que lleven la historia, a ratos seduciéndose y a otros celándose, en una danza muy similar a la de tira-y-encoje magnético de parejas icónicas como Fred y Ginger. Son y no son pareja, son y no son compañeros de trabajo. Ella, mayor, no tiene idea de qué hacer y prueba un poco con todo: asiste a los fotógrafos, trabaja para un político en campaña, se hace socia de Gary cuando este quiere emprender vendiendo colchones de agua o abriendo un local de máquinas de pinball. Él, menor, actor desde niño, tiene muy claro qué hacer y confianza en sí mismo, el carisma y la seguridad que necesita tanto para el negocio de las ventas como para abordar a la chica que «será con quien me case». Alana se muestra tímidamente complacida por las atenciones de Gary y, a la vez, trata de alejarle por su edad, pues cree que «es raro que me pase el rato con Gary y sus amigos». Pero la seguridad y fortaleza de Gary lo hacen a sus ojos alguien sumamente atractivo, y justo lo que necesita.

A lo largo de los episodios entran y salen los pesos pesados de la cinta. Breves cameos que sirven para que la pareja principal continúe su dinámica: un negociante convencido de que habla japonés (John Michael Higgins) que abrirá restaurantes de comida nipona en ese valle de San Fernando californiano y setentoso que sufría entonces la escasez de gasolina; un actor de películas de Hollywood (Sean Penn) con ínfulas e influencia; el peluquero y luego pareja de Barbra Streisand (Bradley Cooper), un seductor explosivo y fuera de control; un director de cine de antaño que revive su gloria (Tom Waits); una agente de talento (Harriet Sansom Harris) en un primer plano estrechísimo, hilarante, puesto que reacciona contenida a las declaraciones exageradas de Alana sobre los talentos imaginarios que tiene. Entre muchos otros.

Filmada en 70 mm (los cines Palafox en Zaragoza se han equipado con los proyectores analógicos para presentarla manteniendo el formato), Licorice pizza se ve fantástica en el acostumbrado ratio 2:1 de Anderson, uno que tiene las bondades horizontales del 16:9 y su espacio para los escenarios sin sacrificar la altura para dar aire al personaje, un pulso entre drama y paisaje. La banda sonora de Jonny Greenwood que incluye éxitos de David Bowie se oye como un verano californiano de la década. Y sobre todo, se siente como otra historia de amor de Anderson, esta, más cercana a Punch-drunk love que a El hilo fantasma. Una donde los personajes corren todo el tiempo para reencontrarse —lo hacen cada tanto—, acción que encierra la sentencia de la cinta, pues como dice un personaje en otra película del director, «tengo un amor en mi vida. Eso me hace más fuerte de lo que puedes imaginar».

Licorice pizza —literalmente «pizza de regaliz», pues aquello asemejaría un vinilo («LP»), era el nombre de una cadena de discotiendas famosa en California en los setenta— es de largo la película más entrañable y divertida que he visto en años. Solo queda agradecerlo y, como dice el crítico Peter Bradshaw, servirse otro pedazo.

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