Crítica
Público recomendado: +18
Lola tiene cuarenta años, lleva una vida apacible con Bruno, su pareja, y acaba de recibir la buena noticia de que la contratan en la Universidad para dar clases de arte. Su alegría es inmensa por cuanto les supone la seguridad de un buen sueldo que les permitirá poder mudarse a un piso más grande del que tienen ahora. Con ellos dos vive también Cleo, una perra ciega a la que Lola cuida con mucho cariño.
La única sombra en su vida, en momentos tan gratos, es un extraño malestar que la está incomodando de forma persistente desde hace un tiempo. Acude al hospital, y en el examen médico descubren que está embarazada de diez semanas.
Desde siempre, Lola había tenido muy claro que no quería tener hijos, la maternidad nunca había formado parte de sus planes de vida. El deseo de ser madre le resultaba totalmente ajeno. De tal modo que, en el mismo momento de recibir la noticia, pide ya que le practiquen un aborto.
En el mismo hospital le dan cita para la intervención, pero la ley estipula que, entre la decisión de abortar al hijo y la intervención clínica, debe mediar un plazo de tres días para que la madre reflexione y, llegado el caso, pueda replanteárselo. Lola está indignada y humillada por esa dilación forzosa, porque se siente tratada como una persona inmadura que no sabe a ciencia cierta qué quiere. En todo caso, esas setenta y dos horas van a servirle para pensar qué es la maternidad y qué supone para una mujer. No como simple curiosidad, sino porque, de algún modo, saber que lleva un hijo en su vientre le ha trastocado todas sus seguridades.
También a Bruno la noticia lo ha perturbado. Él siempre se había plegado a la voluntad de Lola y nunca se había parado a pensar si le gustaría ser padre. Sin embargo, al conocer que un hijo suyo está en camino, empieza a sentir emociones antes desconocidas para él.
Sin decirle a nadie que está embarazada, Lola empieza a indagar, con su hermana, sus amigas y con su madre por qué han tenido hijos. Para una de ellas, la maternidad era como un instinto profundo, casi animal, pero no conseguía quedar embarazada; su frustración era tal, que finalmente lo ha intentado por inseminación artificial. La hermana de Lola tiene dos hijos pequeños a los que, sin duda, quiere, pero para ella representan una tal carga, que no solo la han dejado sin expectativas para distintas opciones en su vida, sino que está a punto de perder el trabajo porque no hay modo de conciliar el horario y la dedicación laboral con las necesidades de los niños.
Lola se da cuenta de que la obsesión por los niños, las inquietudes que producen y el trabajo que dan son casi un tema monográfico en las reuniones de amigas, y, bromeando, le dice a Bruno que a ella ni la escuchan, no atienden nada de lo que pretende explicarles.
En cuanto a su madre, le dice que ella tuvo a sus dos hijas porque «era lo normal en esa época». Tiene muy claro cuántas cosas hubiera podido hacer en la vida si ellas no hubieran nacido, cuántos sueños habría podido realizar, es decir, cuántas cosas se ha dejado en el camino. Pero, a fin de cuentas, las quiere mucho.
A medida que avanza la película, al espectador se le va helando la sangre. Cada una de las mujeres de la historia representa un modelo distinto de afrontar la maternidad y, en el caso de Lola, es el paradigma de la mujer que no quiere tener hijos. Pero en ningún caso se hace alusión al hijo como fruto del amor entre un hombre y una mujer que donándose el uno al otro se abren a la vida de nuevos seres. Ni tampoco se refieren al hijo como ser humano al que los padres tienen el privilegio y la responsabilidad de dar vida, primero biológica y después espiritual, cuidándolo y educándolo para llegar a ser persona en plenitud.
En ningún momento se contempla al hijo, nasciturus o ya nacido, como una persona, por tanto, como sujeto de derechos humanos, el primero de los cuales es el derecho a la vida. Tampoco se hace referencia a la gran dignidad de ser padres, de engendrar y concebir a una vida a la que acogen con amor y solicitud, primero en el claustro materno, después en el ámbito cálido de un hogar.
Se podría aducir que son un grupo de mujeres que no han conocido el amor, pero sabemos que Lola y Bruno se quieren y son felices juntos. La realidad es que el conflicto de cada una de ellas gira solamente en torno a sus deseos o frustraciones, a sus apetencias o a las dificultades que tienen que afrontar. Salvo Bruno, el padre es el gran ausente de las respectivas historias de esas mujeres. Es como si el niño fuera un juguete más o menos apetecible para unas o algo sobrevenido a la vida para otras y, en definitiva, una carga para todas.
Cuando se piensa en la posibilidad del aborto, por supuesto no se aborda el problema con los tres factores que intervienen en él: la madre, el padre y el hijo, sino solamente la mujer, como dueña de su cuerpo y con autoridad para decidir sobre la vida o la muerte del ser que lleva dentro.
En los sueños y las pesadillas de Lola, con mujeres que escupen comida para alimentar a polluelos de pájaro en su nido, se liberan el caos y las contradicciones que se están produciendo en su mente, pero cuando recobra la razón fría, lo único que cuenta para ella es la autonomía sobre su cuerpo de mujer y su capacidad reproductiva, sin que le conceda ningún derecho ni el más mínimo valor al ser humano que se está gestando en su interior.
Una película tristísima por lo que supone de cultura de la muerte. Ineludiblemente, como colofón de esas actitudes egocéntricas y cosificadoras de los seres humanos, nos viene a la memoria la frase de madre Terea de Calcuta: «Si una madre puede matar a su propio hijo en su propio seno, ¿qué puede impedir que nos matemos unos a otros?». Estremecedor.
Mariángeles Almacellas