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Mandy

Caratula de "Mandy"

Crítica

Público recomendado: adultos

Es una película de Nicolas Cage. Partamos de esta premisa principal. Es un actor de reconocidísimo prestigio por películas como El ladrón de orquídeas, Leaving Las Vegas, Al límite o La roca, pero que ahora no está pasando por su mejor momento debido a deudas monetarias. Este estado le obliga a aceptar cualquier oferta que se le ponga por delante: el prestigio deja de ser un fin en el momento que el hambre empieza a hacer palidecer al trabajador. Ha llegado a aparecer hasta en 6 películas en solo un año (casi casi al nivel de apariciones de José Coronado y James Franco), por tanto es normal que alguna le salga “rana”. A veces incluso todas. Su status de “meme” en internet fue un posicionamiento clave para crear la imagen que tenemos ahora de Nicolas Cage: histriónico, sobreactuado, excesivo hasta la medula, cómico involuntario. Pero algo ha ido cambiando con el paso de los años, algo que ha hecho que gente como Paul Schrader, Paco Cabezas, Oliver Stone, Charlie Kaufman (con quien ya había trabajado) o Abel Ferrara se fijen en él. Tiene un encanto que destila ese tufillo a actorcillo de 70 por el cual sentimos una atracción irresistible; nos emociona cuando Cage pierde los estribos en pantalla; nos gusta verlo gritar, lanzar cosas o, sencillamente, hacerlas. Su puesto de “meme” ha dado un giro tan grande que ha dado la vuelta entera. Panos Cosmatos lo sabía, y le dio rienda suelta en su última película: Mandy. Excesiva, caótica, alegremente cutre, brutal, absurda, psicodélica. Es como estar bajo los efectos del LSD durante 2 horas.

La trama: una pareja, Cage y Riseborough, viven en el bosque haciendo su vida apartados de la sociedad, hasta que su calma se ve perturbada por la aparición de unos extraños personajes cuyas intenciones no son del todo “católicas”. Un argumento que ya hemos visto un millar de veces, pero un envoltorio totalmente impresionante de su creador Cosmatos, que en 2010 ya dirigió su Beyond the Black Rainbow, toda una declaración de intenciones de por qué derroteros iría su cine: alucinógena, extraña; como un binomio entre Ken Russell y Kubrick. Esta, su segunda película no se queda corta: esta excusa de trama no es otra cosa que un pretexto para mostrar una obra tan estimulante e hipnótica como mirar una lámpara de lava (léase como algo positivo: adoro las lámparas de lava). Es un ejercicio sangriento con reminiscencias al universo de Clive Baker, Carpenter y los comics de Richard Corben, pero que nada en su propia esencia, surrealista y con un estilo visual lleno de filtros rojos, azules y verdes y demás efectos ópticos. Sería erróneo comparar esta obra con el cine de Winding Refn, pues tanto el manejo de ópticas  así como el tratamiento del color son totalmente distintos: a Cosmatos no le interesa transmitir la psicología del personaje; quiere que nos traslademos a otro mundo, otra dimensión ajena a la nuestra. Cage emprende un viaje que no parece terrenal: es una lucha entre un hombre y Dios, desafiando toda advertencia y dejando atrás todo miedo.

Las actuaciones es un apartado donde merece especial atención Linus Roache como líder de estos extraños personajes o las esporádicas apariciones de Bill Duke (Depredator) y Richard Brake (habitual del cine de Rob Zombie). Cage está en su salsa: fuera de control. El personaje de Andrea Riseborough es una suerte de Beatriz de La divina comedia y un papel femenino creado por Park Chan-wook.

En definitiva: una vez se comparó a Mad Max: Fury Road como si el Circo del Sol representara el Jardín de la Delicias del Bosco y alguien le prendiera fuego. Mandy vendría a ser lo mismo, pero sería un espectáculo representado por la Fura dels Baus. Lisérgica, como un chute de una nueva droga, no apta para todos los espectadores y toda una declaración de amor al cine de serie Z de los 70 y, por supuesto, al propio Nicolas Cage.

 

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