Crítica
Público recomendado: +16
A los locos, los borrachos y los niños se les permiten muchas cosas, a veces casi todo. Se les tolera incluso la rara herejía de decir la verdad sin el filtro de lo políticamente correcto. Se trata de un privilegio de que han gozado siempre los bufones, y que han conquistado los santos, a menudo con suerte desigual. A los segundos les ha solido costar la cabeza o la fama. A los primeros, a menudo, les ha granjeado el favor de señores muy poderosos, quienes, siempre rodeados de lacayos sumisos, querían saber lo que la gente en verdad pensaba de ellos, de boca de algún genial mamarracho. En estos términos se puede entender la relación entre W. R. Hearst (un correcto Charles Dance), aquel omnipotente y excéntrico señor de la prensa sensacionalista que llegó a creer que el mundo era suyo y Herman Mankiewicz (inmenso Gary Oldman), quien, en un arranque de genialidad regado con bastante alcohol, esculpió la historia de Hearst en uno de los más brillantes y revolucionarios guiones de la historia del cine: el de Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941).
Bajo la producción de Netflix, el gran actor del cambio de modelo en la producción cinematográfica, el siempre solvente Fincher hace un pormenorizado retrato del mundo de ayer: el de la época dorada de Hollywood y los grandes estudios; el de los padres fundadores, como Louis B. Mayer (Arliss Howard) que construyeron imperios imaginarios apuntalados sobre sus egos inmensos. Para ello, Fincher escoge discurso cargado de nostalgia, reminiscente de aquellos maravillosos años y de la película cuya gestación desmenuza Mank. El blanco y negro, la narrativa articulada en torno a numerosos flashbacks -que dan al espectador cada vez un poquito más, pero nunca toda la información-, frecuentes planos a modo de guiño, y una visión complementaria de la historia de Hearst y de su amada Marion Davies (Amanda Seyfried) hacen que todo el film orbite alrededor de la obra maestra de Welles. Este es interpretado por un normalito Tom Burke, quien solo aparece escasos minutos en todo el metraje, en lo que parece un acto de memoria histórica (o un ajuste de cuentas) destinado a colocar a Mankiewicz en el lugar que justamente le corresponde.
Para los cinéfilos, amantes del cine clásico y nostálgicos en general, Mank es una pequeña joya metacinematográfica, que desvela por enésima vez los entresijos algo mugrientos de la industria del cine. No obstante, es posible que aún ellos tengan la sensación de que sin un segundo visionado es difícil asimilar la cantidad ingente de nombres, personajes, detalles históricos y referencias políticas que se vierten en su bien trabado (y documentado) guion. Es de esperar que los menos cinéfagos se aburran y desistan del intento. Pero esa es la ventaja de Netflix: que uno se puede dormir, dejar la película a medias o verla a trozos, porque la entrada ya está pagada. El tiempo de los grandes estudios ya pasó, aunque sus herederos digitales le lancen de vez en cuando una mirada llena de un cariño entrañable y algo irónico.