Crítica
Público recomendado: +18
Tres preguntas hace una mujer a su marido a lo largo de varios días: ¿vamos al cine? ¿Vuelvo a trabajar? ¿Te has fijado en mi vestido? A las tres sigue una negativa. Se entiende que estas interrogantes son frecuentes en sus vidas, así como la negativa por respuesta. Mare (Marija Skaricic) y Djuro (Goran Navojec) cuidan de sus tres hijos adolescentes en un barrio croata cercano al aeropuerto. Sus rutinas, afincadas en una estabilidad que solo se ve apenas afectada por las correrías del mayor o la falta de dinero para arreglar la lavadora, son perturbadas con la aparición de un tercero.
Mare (2020, Andrea Staka) drama que escoge el nombre de su protagonista, está, como cabe señalar, interesado en la vida de esta madre y esposa. Una escena muestra a Mare sentada en el váter, en un plano general desde fuera, mientras el resto de la familia desfila por el lavabo o el espejo para dejarla finalmente sola preguntándose si alguien puede hacer el favor de cerrarle la puerta. Staka ubica la vida de Mare en las cercanías del aeropuerto, la muestra haciendo esas preguntas a su marido y hastiada en el váter con la muy obvia intención de dejar ver (o incluso justificar) lo que vendrá después: no el detonante de la disrupción de la rutina, sino las decisiones que Mare toma al respecto. Es la misma situación, que no el mismo tono, con la que podría empezar una comedia romántica, aunque bien sabemos que la convención del género llevaría tal vez el asunto por otros caminos.
Filmada con cámara en mano, inestable, casera, íntima, con cierta textura granulada de super 16 mm y muchos primeros planos, Mare se deja ver como el retrato de una mujer que, tras un encuentro extraordinario, siente que hay algo que ha perdido, o que nunca ha tenido, y decide actuar en consecuencia. El principal problema es su obviedad: un plano sobre el hombro de la protagonista que juega con el foco sobre sus dos alternativas de futuro, la propia situación de la protagonista y el desencadenamiento de los acontecimientos no dice más que lo que ya se sabe de las crisis de mediana edad, con la puerta —literal— de huida que es el propio aeropuerto.