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Mi panadería en Brooklyn

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica:

Público recomendado: Jóvenes

La anciana tía Isabelle, antes de morir en brazos de su sobrina Vivian, le ruega que “cuide de ella, porque es lo más valioso que tienen”. La joven entiende que le está encomendando su panadería, de la que es heredera junto con su prima Chloe. Lamentablemente, no tardan en aparecer las desavenencias entre ambas por la orientación que cada una pretende dar al establecimiento, puesto que mientras Vivian quiere mantener el espíritu clásico de Isabelle, Chloe opta por renovarlo totalmente. Finalmente toman una decisión salomónica: van a dividir el negocio en dos sectores independientes, la parte “vintage” y la parte moderna, lo cual convierte de inmediato a las respectivas responsables en furibundas rivales. Sin embargo los problemas aumentan todavía más cuando se enteran de que su tía había dejado una gran deuda y el banco, que ya se ha quedado con la vivienda, está también dispuesto a desahuciar la “Boulangerie Isabelle”.

Mi pastelería en Brooklyn es una comedia coral, que, alrededor del divertido conflicto por la supervivencia de la panadería –con escena de lucha de tartas incluida–, desarrolla tres chispeantes historias de amor. Pero, como cabía esperar del Gustavo Ron de Vivir para siempre, la película tiene un fondo que da que pensar, si bien, en este caso no con lágrimas sino con sonrisas. Vivian comprende tarde el significado del ruego de amor de Isabelle, con la gravedad que le confiere el instante del último hálito de vida. Lo que da fuerza para resistir los embates y las contrariedades no es la mera suma de fuerzas, ni lo que da sentido a la vida es marcar líneas divisorias entre las personas, sino la unión personal, las relaciones humanas cálidas y generosas. El egoísmo y el egocentrismo son destructivos y llevan a la confrontación, aunque sea a tartazo limpio; la generosidad de pensar en el otro inunda el entorno de alegría y felicidad.

Sin embargo, no se trata de una película “moralizante”, sino sencillamente una historia con fondo humano, al más puro estilo del cine de Capra. La conclusión no está en el film, sino en el espectador. El guion tiene, además, un punto de locura y una gran dosis de magia, que le da un aire de sugestivo cuento de Navidad. Por otra parte puede recordarnos a Ernest Lubitsch –también la tienda hace esquina– y hasta a Woody Allen rindiendo homenaje a su ciudad. Pero, sobre todo, es un canto de amor de Gustavo Ron al cine, al hombre, a la vida.

Los actores llevan a cabo un trabajo magnífico. Tal vez en algún momento pueda parecer que hay algo de sobreactuación, pero, en todo caso, se podría decir que es “una exigencia del guion”. Hay que destacar la belleza y la elegancia de los cuadros en la presentación de los créditos. La fotografía es muy buena, un regalo para la vista, y Lucio Godoy nos ofrece una banda sonora excelente, un regalo para el oído. En conjunto resulta un film, amable, agradabilísimo, que nos invita al buen humor y a valorar las cosas realmente importantes. Totalmente recomendable.

 

 

 

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