Crítica
Público recomendado: + 18
Justo al inicio de la película, antes de los títulos, vemos a una adolescente, Noemí, llamando por teléfono insistentemente a una tal Edith (resultará ser su madre), que no responde. Poco después vemos a Noemí golpeando a una compañera. Nos enteramos de que esa niña rebelde y violenta en solo una semana ya ha recibido dos partes de disciplina.
Hace tres años que Noemí vive provisionalmente en un centro de menores. Su único deseo es volver con su madre y con esa ilusión se presenta, con su abogado y la asistenta social del centro, ante el juez de menores que los ha citado junto a Edith y su propio abogado. Cuando la juez concluye que «Noemí Leblanc es confiada a su madre durante nueve meses», la madre dice que no. No está dispuesta a hacerse cargo de su hija.
En unos pocos minutos, Geneviève Albert nos pone ante los ojos una situación terrible: un fracaso familiar total, una madre que rechaza y abandona a su hija porque, dice, se siente incapaz de educarla. Más adelante oiremos a Noemí decir con desesperación: «¡Quiero a mi mamá!», y la inapelable respuesta de la madre será: «No quiero que regreses».
Ese no de la madre genera un determinismo en el desarrollo de la niña que llevará a ese La conmoción de la niña es tan fuerte que genera en ella un determinismo fatal, de consecuencias tan previsibles como terribles.
Aunque se percibe que la tratan bien, Noemí identifica al centro con el rechazo de su madre, por lo cual decide huir. Consigue reunirse con Léa, una antigua compañera que, a su vez, huyó del centro y ahora vive con una banda de jóvenes delincuentes. Buscando el afecto que le falta, Noemí se confía a Zach, que resulta ser un proxeneta. Con sus artes manipuladoras intenta convencerla de que se prostituya, hasta que finalmente consigue que Noemí diga que sí.
El principio de la película, que nos pone en situación, recuerda de cerca el cine de los Dardenne, cámara al hombro, bien pegada al cuerpo frágil de Noemí, percibiendo sus vacilaciones, sus miedos, sus furias y su desesperación. Mientras Kelly Depeault despliega un gran talento interpretativo para dar vida y credibilidad a ese personaje indómito y fuerte, al mismo tiempo, débil y vulnerable.
El espectador se ve inmerso en un universo sórdido en el que, por un momento, parece adivinarse una cierta luz en esa relación sentimental que podría protegerla. Pero es solo un ardid de Geneviève Albert para que comprendamos que no hay lugar para la esperanza, que cuando falla la familia los niños se quedan totalmente desvalidos en un mundo hostil y su vulnerabilidad los convierte en presa fácil de desaprensivos. En Noemí hay una tal necesidad afectiva, que inevitablemente va a caer en las garras del manipulador más cercano.
En 2013, François Ozon, en su película Joven y bonita, trató el tema de la prostitución de adolescentes en un tono frívolo, banalizándola. Isabelle, la protagonista de Ozon, una burguesita francesa, empezó a prostituirse sin ninguna motivación que no fuera, tal vez, el aburrimiento y la curiosidad —no era por dinero, que no necesitaba, ni tampoco por placer, porque no sentía nada—. Geneviève Albert ofrece una justa réplica al relato de Ozon, con su visión objetiva, casi clínica, de la realidad del infierno de la prostitución de menores, de la trampa sin salida que supone.
Albert opta por una puesta en escena repetitiva de escenas de prostitución, los clientes entran uno tras otro en la habitación de Noémie, sin hacerse ninguna pregunta sobre su edad o sus motivaciones. Mediante un cartel que aparece en pantalla, se van contabilizando sus llegadas, para horror del espectador. Son hombres ordinarios, incluso «respetables» padres de familia, que han cambiado su conciencia por unos minutos de placer.
La cámara controla muy bien los desnudos y las escenas de cama, para que no se conviertan en un ejercicio de voyerismo. Unas veces los cuerpos desnudos aparecen casi fuera de campo, mientras que en otros momentos se deja ver parte de esos cuerpos. Pero, simbólicamente, no se muestra nunca el cuerpo entero de Noemí y de sus clientes en primer plano, de modo que el encuadre dé la imagen de una personalidad disociada. Lejos de ser escenas de erotismo zafio, constituyen una mirada implacable a la degradación humana que reduce a una persona a mero objeto de deseo, uso y disfrute.
La denuncia es implacable en dos aspectos. Noemí dice sí lleva a la pantalla la mercantilización de los cuerpos y también la cuestión del falso consentimiento. La vida de la niña es un infierno porque la sociedad lo hace posible. Katie, el personaje femenino de la película de Kean Loach Yo, Daniel Blake (2016), llegaba a prostituirse como único recurso para dar de comer a sus hijos. Que fuera un ser adulto y no una menor como Noemí no le quita gravedad a la realidad de un sistema, el nuestro, capaz de hundir al ser humano en abismos insondables.
Pero ante todo, la película denuncia el drama de una niña abandonada a su suerte, sin el respaldo afectivo de la familia. Geneviève Albert no busca dar a su obra una dimensión moral explícita, se limita a seguir tan de cerca al personaje, que el espectador no sólo es testigo de su caída, sino que se precipita con la niña en los abismos del infierno que la engulle. Al espectador le corresponde extraer la moraleja social y personal.
Mariángeles Almacellas