Crítica:
Público recomendado: Jóvenes-Adultos
Hay un tipo de democracia radical de la que soy un converso. Y es aquella que no culpa al marketing de los fenómenos musicales que triunfan; aquella que atribuye, sin prejuicios, sin cortapisas, sin limitaciones, toda la legitimidad al hombre común, al chaval o chavala de dieciséis años, o al tipo de treinta y uno, para decidir cuál es la mejor banda del mundo. Aquella que no desconfía de las canciones prefabricadas y estandarizadas; aquella que se aleja de la larga sombra del gran pensador que fue Adorno.
Estos demócratas radicales aceptamos que los fans tienen sus razones para adorar sus canciones. Por supuesto, “50.000.000 Elvis fans can’t be wrong”. Una de esas razones será, habitualmente, que se enamoraron, o pasaron un gran verano con esa música de fondo. Las razones por las que nos gusta la música normalmente son tanto extramusicales como musicales. No se le dé más vueltas. Y prescindamos de los intelectualoides que desprecian a los que les gusta incluso la buena música, pero por las razones equivocadas.
Por eso me veo obligado admitir, contra mi gusto, que Oasis han sido los más grandes, porque sus fans les han convertido en la banda de rock más grande de los años 90. Sin embargo, como músicos han sido enormemente limitados, sus canciones, enormemente sencillas, y sus letras, sin apenas pretensiones. Recuerdo cuando en los años 90 compraba la revista Guitarist, hubo un año que las votaciones de los lectores concedieron a Noel Gallagher dos premios curiosos: el mejor guitarrista del año (¡) y peor guitarrista del año (¡¡). Estos son Oasis, polarizan y generan oposición. Esta dualidad, como guitarrista, habla bien de ellos: un grupo capaz de conectar a través de la sencillez y de la simplicidad con un enorme público a lo ancho y largo de todo el planeta.
Esto es, para mí, Oasis. ¿Y qué hacemos con el documental? Muy fácil; el fan de Oasis está de enhorabuena. El resto, ni se moleste. Hay documentales que tienen fondo, razones, interés, drama, tensión o reflexiones interesantes, junto a la buena música. Supersonic, en cambio, apenas tiene algo de aquello pero sí de esta. La dinámica interna del grupo, basada en las disputas de los dos hermanos Gallagher, ha sido una de las cuestiones más aburridas y artificialmente explotadas de la vida de esta banda. Las entrevistas e imágenes de la banda van jalonadas de animaciones y tiene una estructura ya utilizada en el documental Never say never, sobre Justin Bieber: el documental se abre con una macroconcierto ante cientos de miles de personas para contar, a continuación, como unos vagos y unos colgaos logran salir de la nada hasta llegar a ese concierto, convertidos ya en las mayores estrellas del rock.
Son escasos los momentos de verdadero interés, salvo la mera anécdota de consumo interno para los fans. Una familia deshecha por un padre capullo e irresponsable, que sale adelante gracias a una madre esforzada; sus irresponsables apologías de las drogas, más propias de colocaos que de ideólogos; su pobreza de vocabulario es paradigmática, hasta el punto de dudar de si en todo el documental, entre los dos hermanos, incluido el letrista, logran usar más de 1000 palabras, sin contar “fuckin’”. Pero como logro sí podemos decir que finalmente se apuntan, al menos, las grandes cuestiones “sacramentales de la música”: ¿para quién tocamos?, ¿cuál es el sentido de todo esto? La cosa llega al final y son muy tópicos al responder, pero la pregunta cuando llega, es bienvenida.