Crítica
Público recomendado: +16
“Retorno a un mito”. Este es el subtítulo que C.S. Lewis le dedica a una de sus últimas novelas: “Mientras no tengamos rostro. Retorno a un mito“. Y nos sirve para enmarcar esta interesante película, que retorna al mito, o al cuento si se prefiere, de Ondina y el lago encantado, de La Motte-Fouqué, un relato de principios del siglo XIX, lleno de elementos fantásticos, como seres de las aguas, apariciones y desapariciones misteriosas, extraños, dudas sobre la identidad, anticipaciones, presagios, peligros que acechan si se traspasa un determinado umbral, etc. Todo estos elementos rodean la historia de un amor amenazado continuamente, con un destino trágico, en la que el amor supera la barrera de la muerte.
El título de la película tanto capta el mito escrito en el sigo XIX (que es evidentemente mucho más antiguo) como sirve para enmarcar a la Ondina actual. Ondina Wibeau es una historiadora que trabaja para el Ayuntamiento de Berlín, como guía de visitas turísticas. Su novio, Johannes, decide romper su relación con Ondina porque ha conocido a otra chica. En su desconsuelo, Ondina se encuentra con Christoph, que trabaja sellando estructuras metálicas submarinas. Ondina y Christoph se reconocen mutuamente y empieza en ellos una bonita historia de amor. Pero no todo está acabado en la relación de Ondina con Johannes, pues sus vidas volverán a cruzarse. En Ondina laten pasiones de vida y de muerte, que irán desenvolviéndose frente a ambos varones. Al igual que en el mito, los elementos sobrenaturales pueden ser traídos voluntariamente por ella, aunque siempre hay algo que escapa al control de Ondina. Lo sobrenatural en el caso de Ondina va unido a su amor más allá de la muerte, como diría nuestro inmortal Quevedo.
El ritmo de la película es lento, pero la acción avanza sin trabas, siempre pasan cosas que van encontrando su sentido, aunque no sea comprensible inmediatamente. Este ritmo pausado tiene una poderosa razón para ser así. Las malas películas lentas son el resultado de una lucha para alargar el minutaje de una cinta y los planos largos no obedecen a una razón dramática. Pero en Ondina hay una poderosa razón para que el tiempo se dilate. Ondina explica la historia de Berlín, que se asienta sobre la confluencia de varios ríos, de modo que tanto los visitantes como nosotros aprendemos de ella, y no nos importa perder el tiempo escuchándola. Nos cautiva tanto como a Christoph.
C.S. Lewis explicaba muy bien que hay una mala literatura alegórica: la que se empeña por hacer que a cada símbolo le corresponda un significado. Esto acaba en la más absoluta arbitrariedad, y en el aburrimiento de tener que forzar la búsqueda de significados únicos. La mejor literatura fantástica, para Lewis, no es la que te enseña un objeto o un símbolo para decirte que “el reloj de arena representa el tiempo”. Eso es hasta chabacano. Lo sutil e inteligente es crear un ambiente en el que no ves las cosas, sino que estás en ellas; los símbolos forman parte de un ambiente, de una atmósfera dentro de la que el autor nos introduce y carece de sentido preguntarse por cada objeto: lo importante, ahora, es estar dentro y abandonarse.
En Ondina. Un amor para siempre, hay símbolos muy potentes, como los trenes y las estaciones de tren, que se nos tornan líricos e intimistas. Ondina y Christoph se encuentran allí, se esperan, se despiden, se besan, se hablan a través de los cristales y Christoph aprovecha cada segundo para correr, mientras el tren se pone en marcha, para estar más tiempo al lado de Ondina, como un niño. Sería pretencioso buscar simbolismos de cada una de estas escenas, porque lo cierto es que, en vez de decirnos “A es B”, hemos entrado con ellos en su mundo, y formamos parte de su universo, que es cotidiano. Y lo sobrenatural surge en los momentos más dramáticos: en el peligro, en la muerte, en el volver a nacer, en el no irse nunca.
Con películas así, da gusto retornar a los mitos.