Crítica
Público recomendado: +16
La rigidez ideológica puede llevar -lleva, de hecho, con frecuencia- a negar las evidencias de la realidad. El no aceptar otras opiniones que las que refuercen la propia posición, el no relacionarse con personas que pudieran poner en riesgo los propios esquemas mentales, implica una reducción, un desprecio de la experiencia del otro y, en ocasiones, de la propia. Por ello, no deja de ser preocupante que nuestra cultura occidental parezca ahora mismo como imantada por el auge de las ideologías que excluyen la razón y cualquier argumento que no sea el suyo -véanse los hilos de Twitter y la creciente cultura de la cancelación-. La obcecación en este tipo de planteamientos, sin embargo, no es gratuita. En el extremo, le puede pasar a uno como al teniente Hiro Onoda, protagonista del film que nos ocupa. A saber: convertirse en un ser humano rarito, que solo puede sobrevivir rodeado de afines o adláteres que suscriban sus ideas, sus teorías -de la conspiración o de otro tipo-, sus tonterías.
A pesar de los sustos que nos han dado últimamente algunos grandes festivales de cine, y el de Cannes en particular, se debe reconocer que la sección Un certain regard de este último suele ser aún garantía de calidad fílmica. Que Onoda inaugurase precisamente este apartado en la edición de 2021 difícilmente puede ser considerado como un brindis al sol. Y, por si quedase alguna duda, la película llega a las salas acompañada de un significativo puñado de premios, bien merecidos. Arthur Harari entrega una cinta notable, brillante, redonda, un relato -inspirado libremente en el verdadero teniente Onoda- sobre la necesidad de la verdad y el naufragio existencial que albergan, bajo su superficie triunfalista y selecta, las ideologías todas. No obstante, no se trata de una obra de fácil acceso: cuesta enfrentarse a ella por su duración, rayana en las tres horas, y porque su primer tercio resulta áspero en exceso. Jugar al juego que propone Harari requiere paciencia y una buena dosis de cinefilia. El film devuelve luego con creces las inversiones, dejando en el imaginario personal un personaje inolvidable por el que, a pesar de su obcecación, es imposible no sentir una auténtica simpatía. Pero se intuye que Onoda será una película de esas que compran las distribuidoras aun a sabiendas de que no van a generarles ingresos; de esas que solo proyectan las salas comprometidas con el mejor cine, más por su indudable calidad que por los beneficios que reportan.
Por su mismo planteamiento, Onoda es materia prima de cinefórum y alimento de cinéfagos, pero será difícil que llegue al gran público. Lo cual es una pena. Por un lado, por la necesidad y contundencia de sus argumentos en favor de la realidad como única guía posible de una existencia lograda; por otro, por su sorprendente desarrollo argumental y por su genial hibridación de géneros. Características todas ellas verdaderamente excepcionales en los tiempos de las tramas troqueladas made in Netflix… Y de no se qué leyes que amenazan con ahogar el cine independiente, quizá precisamente por su tendencia a no dejarse aletargar por los marasmos de las ideologías de turno.