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Pacifiction

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

El estreno de Pacifiction llega precedido por una serie de declaraciones polémicas por parte de su hacedor, el cineasta catalán Albert Serra. Frases como “el cine independiente en España soy yo” o “la película El Padrino no me gusta nada. Es horrible” han copado los titulares de los periódicos en las últimas semanas y, sobre todo, han conseguido que quien más, quien menos, sea consciente de que hay un señor de aspecto desaliñado y algo bocazas que es alabado por buena parte de la crítica cinematográfica internacional. Ese señor es Albert Serra, el personaje. Escrito y dirigido por el otro Albert Serra, el director.

De este último, del director, se puede afirmar que tiene una carrera algo irregular. Valgan como botón de muestra las dos películas anteriores a la que nos ocupa. Así, mientras que La muerte de Luis XIV (La Mort de Louis XIV, 2016) es un verdadero prodigio fílmico que reflexiona sobre el hecho de morir, Liberté (2019) – ubicada en el tiempo durante el reinado del nieto del monarca anterior – constituye una cinta nauseabunda y aburridísima en torno a los divertimentos sexuales de un grupo de libertinos franceses. Entre los dos polos – la gloria y el abismo – que marcan las cintas anteriores, Pacifiction se encuentra – menos mal – mucho más cerca de la primera que de la segunda, aunque sin llegar a su excelencia. El film gira, como sus predecesores, en torno a la corrupción y la podredumbre de las clases dominantes. Sin embargo, Serra arriesga aquí una vuelta de tuerca sustancial, al atreverse a ubicar su relato en el tiempo actual y en la Polinesia francesa, introduciendo como mcguffin las tensiones geopolíticas de la zona en torno a unas posibles pruebas nucleares. De Roller (magnífico Benoît Magimel), un alto comisionado del gobierno francés, intentará por medio de maniobras poco fructíferas averiguar quién está detrás de las pruebas, a fin de detenerlas y, así, evitar su impacto sobre la población y el medio ambiente.

Con estos mimbres, Serra no solo acierta a construir un personaje icónico, inolvidable y tremendamente complejo como es De Roller – una suerte de diplomático mafioso a medio camino entre la elegancia de Michael Corleone y la laxitud del Gran Lebowski –, sino que entrega una crítica oportuna y ácida sobre la decrepitud de los gobiernos occidentales. El ocaso de la confianza en el sistema democrático reverbera a nivel visual en los múltiples planos de atardeceres del Pacífico que jalonan la cinta, mientras que el estado actual de la clase política es comparable – y comparado – a una fiesta cutre y pueril en la más infecta de las discotecas. Por completar el haber del film: sorprende la capacidad del catalán para crear atmósferas, no solo a través de las imágenes – a menudo cargadas de un marcado simbolismo – sino también a través de un magistral diseño de sonido, que en ocasiones cuenta más, y de modo más inmediato, que las imágenes mismas. En el debe, por otra parte, se ha de mencionar el exceso de metraje, no tanto debido a la necesaria pausa que requiere un relato a modo de reflexión filosófica y política como a un exceso de narcisismo. En efecto, en algunas secuencias, en ciertos planos, el espectador puede percibir cómo Serra se gusta demasiado a sí mismo, cómo el personaje toma parcialmente posesión del director. Son esos momentos – como el de la lluvia sobre el campo de fútbol – los que empañan una obra que, de otro modo, hubiera sido maestra. Sin llegar a la excelencia de El Padrino, claro. Aunque no le falta el talento, le sobra aún mucho ego a Serra como para entregar una película así, que haga Historia del Cine.

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